El sonido de la marimba se colaba por la ventana de mi estudio una vez al mes y yo lo recibía con agrado. Si estaba yo escuchando música, la detenía. Si estaba en una videoconferencia, hacía mención de lo lindo que era escuchar una marimba mientras trabajaba. Si no estaba haciendo nada, me asomaba a la ventana. En todo caso, arrojaba una moneda o un billete.