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Un Papa para la modernidad del siglo XXI | Leopoldo González

El Papa Francisco, quien viajó por primera vez a México desde el inicio de su pontificado, encarna en su actitud una vocación pastoral y dos estilos del pontificado romano: la vocación corresponde a la apertura registrada por la Iglesia Católica con la publicación de la Rerum Novarum (de las cosas nuevas), la primera Encíclica social de la historia promulgada en 1892 por el Papa León XIII, de la que deriva el afán del Estado Vaticano por salir al encuentro de la sociedad y del mundo, en instantes en que la fe católica parecía un convidado de piedra o un referente en retirada en el mapamundi de esos días, frente a la fuerza expansiva y desbordante del discurso moderno.
Con el despertar de dicha línea pastoral el discurso católico deja la penumbra de las cuatro paredes y de su visión crepuscular, hace un intento serio por reinsertarse en un mundo que ya era seducido por la modernidad y se pone a sí mismo nuevamente en circulación, para intentar seguir siendo la prueba y la piedra de fundación de una fe.
Por lo que hace a los dos estilos papales que confluyen en Jorge Mario Bergoglio, se ha podido ver y saber, desde su huella en la región del Plata hasta sus primeras y más relevantes decisiones pontificales, que mantiene una actitud que recuerda mucho la forma de ser de Juan XXIII y el estilo de Juan Pablo II, pero sin dejar de lado una cierta (aunque lejana) semejanza con Benedicto XVI.
En este contexto, si se considera que el siglo XX es el que ha supuesto las más grandes, graves y dolorosas pruebas para el ejercicio de la fe católica, y que a pesar de ello sigue siendo la primera religión en el mundo, seguida muy de cerca por el islamismo, ello llevaría a suponer que estamos a unos años de que se cierre un ciclo y se abra uno nuevo para la fe y la cultura católicas en el mundo. Es decir, quizás la dimensión social de la fe que la Rerum Novarum hizo visible y acaso las profundas reformas conciliares de los años sesenta del siglo pasado (Medellín y Puebla), que pusieron en pie al catolicismo ante un mundo rápidamente secularizado, no basten para mantener vigorosa, oxigenada y vigente durante muchos lustros a la Iglesia Católica (IC). Y una nueva reforma, del calado y el alcance que los tiempos parecen reclamar, tal vez sólo podría ser intentada por el primer Papa latinoamericano.
Ese cambio en las estructuras de poder y en la vocación social de la Iglesia Católica reviste varias etapas: ha tomado su propio tiempo y su ritmo (como corresponde a una estructura tan compleja y pesada como la de esa confesión religiosa); comenzó a cobrar cuerpo y a nutrirse de contenido en el pontificado de Juan Pablo II; asumió el tono de una revolución desde adentro –silenciosa y gradual-, y a lo largo del camino ha logrado dos cosas muy visibles y estratégicas: consolidar logros parciales y sostenidos en la actitud del Vaticano frente a sí mismo y ante al mundo y generar la percepción de que esta dinámica de cambio es ya irreversible.
La ofensiva del bando “no conservador y pragmático” en las deliberaciones del Concilio Vaticano II, el apogeo creciente del ateísmo, el agnosticismo y de una religiosidad libre poco después de las crisis del medio siglo y el desafío y acicate que vino a significar la presencia de la Teología de la Liberación en el seno del catolicismo universal, fueron, entre otros, algunos de los factores que dieron impulso y legitimidad al discurso del cambio desde adentro en la IC, desde los días del cónclave que eligió Sumo Pontífice a Juan Pablo II.
En un mundo donde cada quien invoca el proceso de cambio a su manera, o lo identifica con lo que sea que lo parezca, o lo interpreta sin rigor metodológico ni puntos de comparación, es recomendable precisar a qué alteración de la normalidad (y a qué normalidad) nos referimos cuando hablamos de cambio. Los ritmos de cualquier mudanza en el culto católico son más lentos que las dinámicas de cambio en otras religiones y menos acelerados que cualquier otro remozamiento en los temas de la agenda mundial. A veces esta postura refleja una cautela expectante (y quizá temerosa) ante el futuro, en ocasiones es muestra de un conservadurismo instintivo y a veces sólo es el signo exterior de lo que tarda una tendencia innovadora en ser articulada y consolidarse.
El proceso de actualización y –podría decirse- de modernización en la IC, cuyo epicentro se halla en el espíritu pastoral de 1892 y en las grandes discusiones y reformulaciones conciliares de Medellín y Puebla, cuyos efectos comenzaron a sentirse más claramente en la elección de Karol Wojtyla (el primer Papa no romano en la historia del Vaticano) en 1978, cuya visión y estilo pastoral constituyeron toda una novedad para el mundo católico y no católico, vinieron a operar un giro de 360 grados en la mentalidad y la cultura católicas, pues el Estado Vaticano –a esas alturas del reloj de la historia- se había ya convertido en una arquitectura de silencios, en fortaleza ensimismada: en un poder callado y en la periferia inconcebible de un centro, al que el mundo (ocupado en los disuasivos y revanchas de la Guerra Fría y en el surgimiento de un nuevo orden planetario) poco escuchaba y menos veía.
Ese cambio sustancial que viene operándose y consolidándose hace poco más de un siglo, consiste en un rediseño de la estructura y ramificaciones de poder del Vaticano y en una reformulación del discurso católico global, cuyo fin pareciera orientarse a la horizontalización social de esa confesión religiosa, obsedida de cofradías y de grupos de poder dentro y fuera de Roma.
Los signos y coordenadas fundamentales de ese cambio se hallan en la apertura de Juan XXIII y en las tentativas de “socialización” del culto católico que emprendió Paulo VI, pero, sobre todo, en los profundos ajustes de encuadre, de actitud y de visión que llevó Karol Wojtyla a la cima del Vaticano y al catolicismo universal.
Los aires de renuevo detonados por él son muchos y van desde su origen –muy lejos del consenso de Roma- en el Este europeo, pasando por decisiones aparentemente inocuas (un día, el Papa poeta y dramaturgo se mandó construir una piscina para ejercitarse, con gran escándalo de la curia), la audaz formulación de “una teología del cuerpo”, la promulgación de encíclicas que fortalecen el pensamiento y el compromiso social del cristiano, la colocación de la iglesia como eje y vector del cambio que vino del Este y las súplicas de perdón por el comportamiento que tuvo la IC en los casos de Galileo Galilei y de Charles Darwin, además de la Misa de Réquiem celebrada en la sede de San Pedro para reivindicar a Mozart, son algunos de los hitos esenciales de la evolución que vive el catolicismo global desde fines del siglo XX.
El Papa Francisco, por su visión ecuménica de la misión de la Iglesia y su sensibilidad hacia los temas candentes de la agenda global, es el hilo de continuidad de la fuga hacia adelante que ha permitido al catolicismo entender, asimilar e interactuar con el discurso moderno. Sin esta condición, quizás el culto católico hace décadas sería minoritario y el Vaticano no tendría el peso geopolítico ni el poder de interlocución que hoy le reconocen tanto las democracias emergentes como las más desarrolladas del mundo.
Por lo demás, su visita a México, un país de crisis coaguladas, y a una entidad como Michoacán, que ha vivido todas las formas del desconsuelo y todas las desviaciones y perversiones que puede resistir una democracia, se explica por las dos líneas dominantes que acompañan a la pastoral social desde el Concilio Vaticano II: llevar consuelo al hombre y al pueblo afligidos y hacer que la Iglesia hable, en cierto modo, desde el lugar del pobre.

No obstante, es cuerdo abstenerse de entusiasmos fáciles y de excesos retóricos con motivo de la visita papal: fuera de la evasión que implica pensar en su discurso para no pensar en los días de oscuridad que vive Michoacán, más allá de la fugaz sensación de aire fresco y de reconciliación de su mensaje e, incluso, al margen de la significativa derrama económica local que su presencia incluye, su paso por Michoacán es a las volandas: de pisa y corre y sin un contacto vívido y profundo con la problemática real.

 
Por tanto, mientras duren los humos, el copal y los inciensos de la visita, todo en el entorno parecerá una pintura fresca recién hecha y una proyección alcalina de la fe del corazón. Pero en cuanto cesen los trinos y las llamaradas retóricas por tan dilecto visitante, la realidad nos espera de vuelta con las llagas punzantes, las pústulas abiertas y las heridas de guerra a flor de piel.
Letra Franca
 

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