Por El Orden Mundial
El próximo 18 de marzo Rusia celebrará unas elecciones presidenciales que marcarán el continuismo de Vladímir Putin, figura y líder perenne durante este siglo, o la oportunidad de una alternativa política que alcanzaría tintes revolucionarios. Las victorias en los comicios precedentes del partido liderado por Putin, Rusia Unida, han sido rotundas desde su llegada al poder en 2000. Si bien la imagen del dirigente ruso está pulida por su constancia y consagración tras cuatro legislaturas, la oposición tampoco ha sabido capitalizar las carencias estructurales de la potencia euroasiática; su ausencia de proyección en un poder real ha facilitado la cristalización de una Rusia forjada durante cuatro legislaturas bajo el poder personal de Putin.
Cuando Putin llegó al Kremlin a principios de siglo, se vio en la tesitura de encarar contradicciones estructurales que la nación rusa cargaba desde hacía décadas. La Unión Soviética desapareció a principios de los 90 para surgir de sus cenizas lo que hoy es la República Federal de Rusia. Ese pasado arrastró los males endémicos de un imperio soviético a una nación rusa aún por definirse.
La dura infancia de la nueva Rusia
Borís Yeltsin ocupó la cabeza del Gobierno durante casi todo un decenio (1991-1999). Su estrategia económica resultó demasiado radical para la coyuntura: la desregularización de los precios, la privatización de empresas hasta la fecha estatales y el impulso del mercado libre fueron unas medidas volátiles para un régimen estancado en el poder central del Estado durante generaciones. La inflación se alzó a un 2.509% a principios de 1992; cuatro años más tarde había alcanzado el 22%. La privatización llevada a cabo por el Gobierno ruso catapultó el poder de las empresas, que sustentaban la economía de la nación con el 70% del PIB. Esta situación incitaba a la corrupción y al nepotismo, de tal forma que la oligarquía rusa era la verdadera corte de poder en Rusia.
No obstante, la patente política más importante de Yeltsin fue la aprobación en 1993 de una nueva Constitución que delineaba férreos poderes centrales en la figura del presidente de la nación. La desestructuración estatal y la ineficacia de las medidas económicas durante la primera década de la nueva Rusia pavimentaron la llegada de un líder capaz de levantar sobre su persona a un Estado necesitado de conciencia nacional y determinación política, capacitado para dar estabilidad a una década de cambios troncales erráticos en cada estrato político-social.
Para ampliar: “La Rusia de Putin o cómo el gran oso volvió a la cima”, podcast de El Orden Mundial, 2016
El Estado ruso, la mayor empresa capitalista
El siglo XXI dejó paso a la figura de un líder conocedor de los entresijos de cada vértebra de poder rusa, con la red de influencia señalada y el problema intestino que la federación debía encarar eficazmente evaluado. Tras su victoria con un solvente —aunque poco sorprendente— 52,94% de los votos, comenzó a corregir los defectos propios de una nación desligada económicamente del mundo y con una crisis de identidad reflejada en sus corruptas Administraciones Públicas. La fracasada liberalización económica propuesta por Yeltsin había supuesto la aparición de una oligarquía con poder político latente y dispuesta a malversar su posición en detrimento de las necesidades estatales. Cuando Putin llegó al poder, no tuvo contemplaciones en tomar las medidas necesarias para erradicar un estrato social que no había hecho más que dislocar el organigrama sociopolítico postsoviético.
Desde su primera legislatura, el Kremlin comenzó a nacionalizar compañías y a arrebatárselas a los oligarcas reacios a seguir la partitura política implantada por el Ejecutivo. Esta severidad se reflejaría en los resultados de las elecciones: en 2004 llegaba al 71% de los votos; en 2008, con Medvédev como candidato presidencial, alcanzaba el 69,2%, y en 2012 obtenía el 63,8% de los votos. Estos datos demuestran la inherencia de su figura en el devenir de la Rusia de este siglo, que de hecho no se conoce sin su líder.
Tras tres legislaturas como presidente (2000-2008 y 2012-2018) y una como primer ministro (2008-2012), Putin aspira a cumplir con su último ciclo en el Ejecutivo ruso, hasta 2024. El líder goza de una reputación y respaldo nacional consolidados; ha sido capaz de maquinar sus objetivos en cada una de las esferas de poder y delegar prerrogativas en personas alineadas con su programa político, pero sobre todo de convertir las instituciones que configuraban el Estado ruso en el organismo más poderoso de la nación. El epicentro de su propuesta gubernamental siempre ha sido crear unas vértebras estatales capaces de graduar el poder de entidades extragubernamentales a través de su absorción —nacionalizándolas o vendiéndolas a la oligarquía afín—, de tal modo que se asegurara el control de los recursos y la distribución de la producción. No se trata de estar en contra de las multinacionales privadas, sino de que estén al servicio del Estado; de ahí que la empresa Yunkos fuera vendida a la estatal Rosneft o que Sibnet y Royal Dutch Shell se transfirieran a Gazprom.
Para ampliar: Breve historia de la Revolución rusa, Mira Milosevich, 2017
Un sistema hecho para el presidente
Rusia es el país más extenso del planeta y, en consecuencia, la distribución administrativa del Estado exige una configuración particular. Está formada por 83 sujetos federales —85 si se añaden los no reconocidos internacionalmente de Crimea y Sebastopol— repartidos en ocho distritos federales.
La Asamblea Federal o Parlamento está constituida por la Duma Estatal y el Consejo de la Federación. La Duma —cámara baja— admite 450 diputados, elegidos por un sistema mixto tras la reforma electoral: 225 por sistema proporcional entre candidaturas formadas por listas cerradas de partidos y otros tantos por sistema mayoritario en distritos uninominales. El Consejo de la Federación —cámara alta— lo conforman 170 senadores, dos por cada uno de los 85 entes territoriales autónomos: uno designado por el poder ejecutivo y otro por el legislativo.
La Federación Rusa se autoproclama una república semipresidencial. El Ejecutivo se elige por sufragio universal directo; si algún candidato supera el 50% de los votos, se proclama vencedor. En el caso de que ninguno alcance tal cifra, se procedería a una segunda vuelta entre los dos más votados y ganaría quien obtuviese más votos. La figura de presidente abarca un poder superior al de cualquier otro órgano, ya que su función es de árbitro. No obstante, sus potestades abarcan un radio mucho más amplio y una determinación más patente.
La panacea de ser potencia de nuevo
Durante la última legislatura, de nuevo como presidente, Putin recurrió a la coyuntura internacional para dar un golpe de efecto a los entresijos nacionales. El líder ruso ha utilizado la identidad nacional creada y pregonada por él mismo como elemento justificador de las acciones en el exterior, concretamente en Ucrania —con la anexión de Crimea— y la intervención en Siria —en beneficio del régimen de Bashar al Asad—. El Kremlin ha sabido vincular la situación interna que vive Rusia con los acontecimientos en el ámbito internacional.
La arquitectura propagandística del Kremlin se ha encargado de implantar en la mentalidad del pueblo ruso el afán por recuperar su papel de potencia hegemónica. Las sanciones de Occidente y la bajada del precio del petróleo pronosticaban una crisis mayúscula en el país euroasiático; sin embargo, el efecto de la maquinaria mediática y el crecimiento del mercado armamentístico han permitido hacer de Rusia un actor capital en regiones estratégicas del planeta al tiempo que han minimizado el efecto de la cojera económica dentro de sus fronteras. El Gobierno ruso ha hilvanado un programa híbrido capaz de tener a las masas bajo una relativa satisfacción pese a su precaria situación gracias al papel preponderante de Rusia en el planeta, adalid de la relación de causa y efecto vendida por la esfera de poder rusa. Todo ello ha supuesto centrar la culpa en Occidente, al que los rusos vuelven a ver con la desconfianza de tiempos pretéritos. No obstante, la dependencia recíproca de Rusia y la Unión Europea hace imposible una ruptura total del cordón umbilical comercial y energético.
Para ampliar: “Petróleo y gas al servicio del zar”, Adrián Albiac en El Orden Mundial, 2015
La democracia soberana
La Rusia actual está precedida por dos imperios, el zarista y el soviético; esto supone unos pliegues sociales y políticos forjados en los totalitarismos. Si bien hoy se acerca más a una autocracia, la nación rusa siempre ha estado gobernada bajo las directrices de un líder que sobresale entre las diferentes oligarquías derivadas del poder.
Putin ha moldeado en sí mismo la identidad nacional: religión ortodoxa, autoritarismo y demostración de fuerza. En sus discursos ha mostrado el orgullo por los dos pasados, tanto el soviético como el zarista; ha desglosado valores y símbolos de cada era para crear una identidad nacional propia y adecuada a su gobierno y liderazgo. A diferencia de su predecesor, Putin no se muestra crítico con los líderes históricos de la nación rusa; en sus discursos aboga simplemente por mejorar las pretensiones marcadas por su Historia.
La religión ortodoxa ha recuperado su papel hasta convertirse en piedra angular de la Rusia de Putin; también se han recuperado símbolos históricos para la reconstrucción del nacionalismo ruso: el águila bicéfala de los zares o la bandera roja con la estrella se han vuelto emblemas de la Rusia actual. El pragmatismo de Putin entiende el valor de aquellos elementos que consigan la cohesión social, porque esa homogeneidad encuentra su eficacia propagandística en un único mensaje.
Una oposición invisible
El 18 de septiembre de 2016 tuvieron lugar las últimas elecciones a la Duma Estatal, en las que participó un 47,9% del censo electoral. Rusia Unida obtuvo 343 diputados, el 76,2% de los escaños. La segunda fuerza electoral fue el Partido Comunista de la Federación Rusa con 42 diputados —9,3%—. El Partido Liberal-Demócrata de Rusia alcanzó los 39 diputados —8,7%—, lo que significó una pérdida de representación parlamentaria, dado que en las elecciones anteriores había obtenido 56 diputados.
A pocos días de que se celebren los próximos comicios, la oposición política de Putin no parece tener posibilidades. Alexéi Navalni, quien comenzó como líder de las manifestaciones de 2011 contra la manipulación electoral del Gobierno, se ha visto excluido de la candidatura por veredicto de la Comisión Electoral Central (CEC). El opositor de Putin, líder del Fondo de Lucha contra la Corrupción, ha llamado a las masas a boicotear las elecciones como represalia al sistema corrupto. “Nos robaron las elecciones legítimas y ahora tratan descaradamente de robarnos seis años de nuestra vida e inculcarnos que no pueden existir otras opciones. Bueno, cuando no hay a quién escoger, escogemos la huelga”, decía en enero tras ser detenido. El activista se niega a entrar en cualquier sistema delineado por el Gobierno ruso y rechaza la coalición con otros candidatos: aunque se declaran democráticos, “juegan el juego del Kremlin”; están “controlados al 100%” por él.
Entre los nuevos candidatos está Ksenia Sobchak, una afamada figura conocida por su pasado de actriz, modelo, periodista y presentadora. El pasado de la candidata tiene más historia: su padre fue jefe del propio Putin cuando este ejerció de vicealcalde de San Petersburgo. El presidente ruso ha mantenido una relación estrecha con la familia de la que hoy es su oponente. Sobchak, de Iniciativa Ciudadana, es la única figura política femenina entre las candidaturas a ocupar el Kremlin. Aboga decididamente por “anteponer la ley a todos” y que nadie esté por encima, en alusión a la corrupción y el nepotismo patentes en la élite política rusa, tan personalizados por el propio Putin.
La CEC ha oficializado asimismo las candidaturas de Vladímir Zhirinovski, dirigente del Partido Liberal-Demócrata, y Pável Grudinin, candidato del Partido Comunista, pero las previsiones auguran unas franjas similares a elecciones anteriores. A pesar de contar con representación parlamentaria, los dos partidos abarcan una franja de votos fija, que difícilmente puede romper la supremacía de Rusia Unida. No obstante, al igual que Iniciativa Ciudadana, Maxim Suraikin y su Comunistas de Rusia suponen una nueva ola de entes políticos cuyo impacto está por medir en un organigrama electoral delineado al gusto del partido que ocupa el Gobierno.
Una cultura estoica
Putin ha sabido dispersar a la oposición; ha permitido la presentación a las elecciones de más partidos, algo de lo que es consciente que corre a su favor por la falta de unidad política entre los candidatos. Aun con la percepción generalizada de que los resultados están predeterminados, el líder de Rusia Unida ha sabido construir una Rusia a su medida; ha unido unos valores comunes para dar conciencia de nación y ha proyectado la fuerza rusa hasta recuperar sus alardes pretéritos de potencia. El coste ha sido la distancia en una carrera democrática que nadie, ni nativos ni foráneos, sabe si es lo que la sociedad del coloso euroasiático pretende. Nunca lo ha sido, y Rusia más que ninguna otra nación se ha forjado a través de la confrontación y la determinación tiránica de sus líderes.
La federación ha crecido políticamente con Putin; su estabilidad es su mayor credencial. La contundencia de sus actos ha devuelto al país al grupo de las potencias mundiales, pero el precio lo ha pagado una nación que no conoce la evolución liberal tan extendida —que no alcanzada— por muchos en pleno siglo XXI. Todo esto, con los ecos recientes de manipulación en las últimas elecciones estadounidenses, una demostración más del poder exponencial de Rusia en la órbita mundial y con Putin como máximo artífice de la recuperación de presencia rusa en el marco internacional. De ser cierto, ¿qué dificultad tendría Putin en hacer lo mismo en su propio país cuando lo ha llevado a la práctica al otro lado del planeta en la que se supone que es la mayor potencia de todas?