Ricardo Alemán no merece más palabras que el desprecio, y su irresponsabilidad como periodista, es una de las causantes del alto grado de violencia que sufre el periodismo en nuestro país. Su lengua viperina, su altanería, su estilo provocador y pendenciero, su falsedad, su cinismo, es un reflejo el propagandista favorito de los regímenes neoliberales, que gusta de vilipendiar a sus adversarios políticos, generar encono, polarizar y confrontar.
Hace ya muchos años que Ricardo Alemán dejó de hacer periodismo, y asumió –en especial desde la época de Vicente Fox- el papel de un incitador, de un gatillero a sueldo, especializado en la contra propaganda, la guerra sucia, creador de fake news y un agente nocivo para el gremio, en pocas palabras: un sicario de la desinformación. Pero un sicario muy violento, que clama sangre.
Alemán, forma parte de una camarilla de sicarios mediáticos sueldo de los regímenes neoliberales, junto con el chileno refugiado en México, Pablo Hiriart, el argentino Jorfe Fernández Menéndez, Pedro Ferríz de Con, Carlos Marín, Óscar Mario Beteta y Eduardo Ruiz Healy, por citar algunos.
Desde hace más de 15 años, estos “periodistas”, han gastado saliva, tinta y tiempo para golpear de forma contante y obsesiva a su villano favorito: Andrés Manuel López Obrador.
Su papel no solo envilece al periodismo, sino que lo humilla, y su actuación en el sicariato mediático, demuestra que desde hace varios años, en nuestro país existe una alianza corrupta entre algunos medios de comunicación cercanos al gobierno, clase política y crimen organizado que posee un amplio repertorio de posibilidades para censurar la información crítica.
No sólo eso. Las agresiones contra informadores permanecen, no sólo en su mayor parte sin castigo, sino que además esta ausencia de sanciones jurídicas conduce a la reproducción de un patrón de violencia. En este clima de miedo, es la sociedad civil mexicana la que pierde en muchas regiones del país el poder y el derecho a una opinión pública crítica.
En las muertes de varios reporteros a causa de la violencia criminal, en no pocas ocasiones Alemán y demás camarilla casi acusaron a los periodistas muertos de tener vínculos delictuosos, sino que hasta justificaban sus muertes.
Sin duda, las consecuencias negativas para la democracia que trae consigo, por un lado, el control de la opinión pública que tienen los grandes consorcios mediáticos al imponer, ellos y de acuerdo con sus intereses políticos y económicos, una agenda nacional; y por el otro, la falta de transparencia, la cual se tornará más opaca ahora con la aprobación de la llamada Ley Chayote.
Personajes como Alemán no cambiarán, su convicción ya está corrompida, y en nombre del “periodismo” ha decidido enriquecerse a costa de humillar a un gremio de por sí ya ultrajado. A él poco o nada le importan la vida de decenas de periodistas muertos, él hace escarnio con su muerte y se llena las manos de dinero para tapar con sus palabras venenosas la sangre derramada por los periodistas.
Sólo merece desprecio y descrédito, ya que su lugar en el basurero de la historia se lo tiene bien ganado. Su caída incipiente es el inicio del fin de ese sicariato mediático, de esos a los que Kapuściński bien definió como los cínicos que no sirven para este oficio.