Del petróleo, el plástico, el sushi y el sashimi ;)

Imagen: Especial

Por Alexander Katzowicz
Los ricos deberían ser los que más se preocupan porque el plástico no acabe en el Océano.
La avaricia no tiene límites, pero los mares sí.
La producción de botellas de plástico descartables es tal que ya no queda pez en el mundo que no tenga partículas de plástico en su interior. Salmones salvajes por los cuales se pagan fortunas, aletas de tiburón, ballenas, etc, todo viene con su cuota de plástico que vuelve a su dueño original: el estómago voraz del avaricioso humano.
Respiramos smogs y comemos plástico. La era del petróleo nos consume y con tanta tecnología y tanta información disponible, cada vez vivimos más contaminados, más cancerígenos, acabando con la poca naturaleza que queda, votando a políticos que se lucen por ignorantes y retrasados mentales.
El retraso mental y la ignorancia van de la mano con el ingerir plástico, respirar monóxido de carbono, los ojos enceguecidos por pantallas diminutas y las orejas silenciadas por audífonos. Es toda una cadena que se retroalimenta, monitoreada y solidificada por la farmacéutica, el narco, la comida chatarra y la infinita fantasía del entretenimiento (alimentador inagotable de pantallas y audífonos).
Todavía hay una gran masa de retrasados que califican a esto de “discurso”, en vez de realidad palpable, y peor aún de “radical”, cuando sólo describo algo cotidiano y ubicuo.
Discursos son los que farfullan los políticos que por doquiera hablan de “seguridad”, que es sólo la contracara del miedo, viejo truco que moviliza más que la razón a la oveja cómoda y cobarde.
Radical es la extinción que estamos haciendo de la naturaleza, irreversible e imperdonable.
Pero hablar de esto, en la “agenda política”, todavía se considera “menor”. Reinando el retraso mental, no es de extrañar que retrasados mentales con sonrisas de plástico dominen la escena política con discursos de pacotilla que conquistan con etiquetas que la gente pega orgullosa en sus coches.
Existe de sobra en el mundo dinero para limpiar los mares, limpiar los aires, prohibir el uso del plástico, restringir el consumo de animales, pero no se quiere. Se prefiere gastar ese dinero en caros restaurantes, costosos licores, ostentosos coches, lujosos trapos, y hasta que no le toque a uno el cáncer de estómago, de colon, o lo que sea, la fiesta continúa, con mucho sushi, mucho sashimi, mucha silicona, todo muy hermoso, muy orgánico, repleto de plástico, de cáncer, de pura tecnología de punta.
Pero esto no va a suceder hasta que ningún rico pueda surfear, hasta que el atún tenga sabor a neumático, y cuando todo esté extremadamente más podrido que hoy, cuando ya no se pueda comer ni una banana que no venga con código de barras, entonces ocurrirá como la fábula aquella en la cual un Sultán le pedía a los ricos de la ciudad oro para protegerla y se lo denegaban. Cuando la ciudad fue invadida y a punto de ser masacrada, fueron los ricos con todo su oro a los pies del Sultán. “¿Ahora me dan el oro? Ahora cómanselo”.