Por: Humberto Urquiza Martínez
Durante años la vida política y electoral se ha vinculado con la idea de la democracia.
A partir de los últimos 30 o 40 años, y ante el entorno de mecanismos autoritarios en la elección de autoridades y en la forma en la que los gobiernos han tomado decisión, la democracia se ha visto como la alternativa para transitar a otra realidad totalmente diferente a la desarrollada en la vida política.
La democracia ha sido la perspectiva de esperanza política, ello por su percepción de un espacio en el que “todos” pueden participar en las decisiones importantes de la sociedad, a partir de la representación en las instituciones públicas.
De esa forma, la democracia había sido la única alternativa para cambiar modelos políticos y encontrar nuevas realidades en beneficio de la sociedad.
Esa sí, que encontrar otras formas en las que las instituciones pueden tener esa diversidad de representaciones, se pensó como la salida a los problemas políticos en México y cada una de sus regiones, lo que ha dado pauta a presumir la llegada de un modelo democrático y el cambio en los efectos de la representación política.
Sin embargo, ello no ha sido así, la democracia no ha tenido la funcionalidad esperada, y si bien hemos podido construir un sistema electoral que ha generado cierta credibilidad en las personas que integrarán las diversas instituciones públicas encargadas de gobernar, está pendiente un tema de fondo, la calidad en la función de ejercer el poder, que igualmente debe de ser parte del modelo democrático.
La realidad ante la que se encuentra el país y el estado, pasa por la deficiencia y falta de eficacia de las diversas instituciones públicas encargadas de ejercer el poder, inclusive no sólo en aquellas cuyos integrantes son electos popularmente, sino también, de organismos cuyos nombramientos son atribuciones de los Ejecutivos y Legislativos, federal o estatales.
Ello nos dirige a pensar que la democracia requiere no solamente de mecanismos que permitan una elección creíble, sino que se necesita de personas que al integrar las instituciones, por elección o designación, tengan la capacidad, pero sobre todo, los valores y el perfil para evitar que las atribuciones que tienen cada institución y que pasan por las posturas de los integrantes de cada poder u organismo, sean ejercidos en beneficio objetivo de la sociedad y no como un uso exclusivo para alcanzar objetivos de grupo o peor aún, personales.
Las consecuencias que se han tenido por ese tipo de perfiles es la ineficiencia e ineficacia de las instituciones, que en un modelo democrático, nos hace pensar que la funcionalidad de la misma pasa no solamente por las instituciones electas popularmente, sino principalmente, por la calidad de los integrantes, quienes deben dejar de lado los interés subjetivos que disfrazados de legalidad, solamente lesionan a las propias instituciones de las que forman parte y afectan las condiciones democráticas.
Es así, que por desgracia es común encontrar ese tipo de perfiles inclusive en instituciones que no tienen el carácter de ser electas y cuyas funciones tienen una acción directa en la eficacia de la democracia.
Por ello, es necesario generar valores sociales y políticos que eviten el arribo de esos personajes y por el contrario, lleguen personas que dejen de lado la tentación del poder para uso personal. Lograrlo daría efectividad y funcionalidad a la democracia.