Por Erwin Sáez Muñoz / Chillán, Chile
Lejos quedaron los días en que los efectos y estragos del COVID-19 eran apenas una anécdota. Esos días en que los noticiarios, las redes, los comentarios boca a boca, traían los primeros vientos de lo que se fraguaba lentamente en Asia.
Qué lejos parecen esos días.
La cuarentena en Chillán lleva ya más de dos semanas. El cordón sanitario, que no permite entrar ni salir a nadie, un poco más. Somos la tercera o cuarta ciudad en el país con más contagiados y muertos. Pero no ha sido suficiente para evitar que muchos aún transiten sin culpa por las calles polvorientas.
Una especie de inmunidad en las conciencias hace que algunos chillanejos no respeten la cuarentena de contagio. Muchos prefieren los últimos rayos de este otoñal sol de abril.
Los clientes, que llegan de uno en uno al local en el que trabajo, muestran en sus semblantes su preocupación ante la precariedad, la indefensión, las dudas. ¿Cómo podrán sostener esta situación por una semana, o más? La falsa sombra en la pared de la caverna, que en Chile se le conoce con el tan manoseado concepto de emprendimiento, en realidad no ha entregado seguridad ni bienestar a los ciudadanos ante los vaivenes y caprichos del mercado. Les angustia saber que están gastando sus precarios ahorros sin que haya manera de recobrarlos. Les martilla el descanso nocturno, les astilla las relaciones en casa.
El tedio del claustro sanitario no nos deja reconocernos.
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La vorágine de Chillán, ciudad chilena al sur de Santiago, nunca fue tanta. A cambio, Chillán mantenía en algunos barrios esa cordialidad provinciana que hoy, cuando arrecia la soledad de la pandemia, tanto se extraña.
La ciudad, con su crecimiento disperso y poco planificado, sufre por la precariedad. Muchos nos hemos convertido en depredadores en toda la dimensión de la palabra, pero al mismo tiempo era posible encontrar la sencillez y firmeza de un saludo amable, la preocupación honesta de algún vecino o amigo.
Hoy esa sencillez y esa firmeza escasean.
Hace algunas décadas esa vida de barrio fue desgarrada por la dictadura. Hoy la histotia se repite. Sostenida a pedazos recrea la sensación de esos años de toque de queda. De represión y dolor, de muerte y de pérdida. Hoy el represor es otro. Tomó la forma de un virus respiratorio que resiste aún fuera de nosotros, y que es muy contagioso. Ahora es él quien nos obliga a vivir encerrados, a mirar al otro con desconfianza.
La historia se repite y la duda permea la razón.
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En esta nueva vida de barrio, en este nuevo país, tengo mi trabajo. Un minimercado de abarrotes y vegetales que abastece a un lugarcito de esta ciudad. Las labores mínimas en tiempos del coronavirus ha covertido nuestras calles en desiertos, en compras en silencio, en pasos al costado cuando alguien se acerca a nuestra zona de confort.
¿Qué pasará cuando esa zona de confort ya no nos baste y necesitemos más? ¿Hasta donde estaremos dispuestos a llegar? Me dan escalofríos de solo pensarlo. El mismo frío que apenas comienza a llegar a este hemisferio. El mismo que nos despierta cada mañana y nos despide cada noche. El mismo que nos prepara para el cambio de estación.
Soy uno de quienes sale a trabajar diario y se enfrenta al COVID-19 en este lejano Chillán. Soy uno de los tantos a quienes solo les queda pensar:
saldremos adelante.