Entonces el juego era cosa ruda. Se jugaba con un balón de vejiga, que era duro y para el que había que ser valiente. En la década de los ’60 el asunto comenzó a crecer, y para hacer frente a la demanda se crearon nuevas series que aún persisten. Hoy, de la mano de sus muchos mecenas, la Liga Municipal de Futbol de Morelia subsiste con buena salud.
Por Eduardo Pérez Arroyo
Morelia, Michoacán.- 10 canchas. Esas había en el sitio que hoy es Cuidad Universitaria. Otras, las llamadas Tepayac, quedaban entre Ventura Puente y Virrey de Mendoza. Otro grupo se ubicaba en Santiaguito, justo frente al Tecnológico.
Ya desde entonces, a mediados de los años 60, el futbol amateur era cosa seria en Morelia.
Muchos recuerdan también el campo deportivo de la Unidad Morelos, actual zona del auditorio Samuel Ramos y que primero se llamó Arnulfo Ávila. Los desfiles iniciales se realizaban en el viejo Campo Morelia, que hoy es la agencia Ford. Ahí participaban morelianos prominentes, como don Carlos López Guido en la portería de un equipo de cuyo nombre nadie parece acordarse, o el príncipe Julián Mejía en la selección de fútbol del Tecnológico de Morelia.
También había visitas ilustres. A veces los Canarios de Morelia bajaban a entrenar con los amateurs, porque de nada valía el estatus y a patadas se podía aprender trucos para después aplicarlos a graderías llenas en los torneos oficiales.
Cada colonia, barrio, negocio o comercio que se preciara debía tener un equipo en la Liga Municipal de Fútbol de Morelia.
El Club Oro, de la Vasco de Quiroga, dependía directa y totalmente de su benefactor, el maestro electricista Manuel Tejeda. Siempre había futbolistas nóveles dispuestos a ejercitarse y la ayuda era bienvenida: había que pagar inscripciones, derechos, indumentarias, arbitraje y también el tratamiento cuando alguno terminaba de bruces en el suelo si alguna jugada lo apasionaba más de lo recomendable.
También, al lado de los equipos de empresas más grandes que contaban con regalías y entrenadores casi profesionales, había los que malamente juntaban los recursos para pagar el arbitraje de cada fin de semana.
Pero dentro de la cancha las diferencias sociales desaparecían. No importaba quién tuviera más recursos. El código era estricto: la habilidad mandaba y había que felicitar al mejor, agradecer al que rompía la monotonía y enseñar al que, como dictaba la jerga, era bueno “desde la frente hacia abajo nomás”.
LOS EQUIPOS
El Palmeiras hacía de local en el estadio del parque Juárez. Rivales directos eran la Pepsi, Las Flores, el Ventura Puente, el Santa María, el Industrial, el Cuauhtémoc de la Chapultepec que tenía la cancha del Nicolás López, o el de la 21 Zona Militar con el respaldo del capitán Abimael Lazcaíno.
Pero dentro de la cancha las diferencias sociales desaparecían. No importaba quién tuviera más recursos. El código era estricto: la habilidad mandaba y había que felicitar al mejor.
El Palmeiras jugaba en la tercera fuerza. En las primeras La Golondrina, de la calle Nicolás Bravo en el barrio Santo Niño; el equipo de la Grabadora Michoacana, en la que participaba don Alfredo González; el Atenas, el Prefabricados Aztlán, el Sutern, el América, el Sutic, el Orizaba, el Independiente, o el Guadalajara de Rivas, más tarde del Dr. Abdiel López.
Entonces el fútbol era cosa ruda. Se jugaba con un balón de vejiga, correspondiente al modelo de 12 gajos –actual ícono de todos los balones antiguos de fútbol– y al que para inflar había que desatarle el cosido, hincharle la vejiga y volver a atarle el nudo.
El cuero del balón era duro y había que ser valiente. Muchas veces, cuando un delantero cegado por el gol remataba de cabeza, inmediatamente la cara se le llenaba de sangre y hasta había riesgo de perder el conocimiento. Los mayores cabeceadores de la liga de entonces marcaron época y eran la admiración del barrio.
La indumentaria era arcaica y la parte de arriba de cualquier uniforme parecía camisa de vestir, con cuellos amplios y tela firme. Solo a fines de esa década, 1960, vería nacer los nuevos balones con válvulas y las prendas deportivas más especializadas y adaptables.
Muchas veces, cuando un delantero cegado por el gol remataba de cabeza, inmediatamente la cara se le llenaba de sangre y hasta había riesgo de perder el conocimiento.
El arbitraje era otro tema. El asunto era amateur y todos lo sabían, pero eso no quitaba que para arbitrar había que tener criterio. Pero los descriteriados abundaban. Como todos los futboleros del mundo saben, una cosa era arbitrar y otra “saber arbitrar”. Entonces en la Liga imperaba la paz, y una vez acabado el lance el código indicaba que las disputas de la cancha quedaban en la cancha y se olvidaban para siempre. Más de alguno de los réferis de la época, sin embargo, recuerdan haber arrancado ante la turba de furibundos inconformes por un cobro.
Las ligas paralelas no eran competencia. El Torneo de Fútbol Automotriz era de los más demandados y en él participaban equipos como Tractores Ford, Deportivo Chrysler, Autos y Camiones de Michoacán, Combinado Robles-Cisneros, Morelia Automotriz, Autos Alemanes de Michoacán, Servicio Fernández, Motores de Morelia, Combinado Manríquez Medina, Repuestos de Alta Mecánica y Servicio Alejandro.
Pero había una diferencia: los torneos interempresas apelaban más a la cordialidad laboral que a la sana competencia. En cambio, la Liga exigía a todos el mayor rendimiento.
En esa misma década la Liga comenzó a crecer, y para hacer frente a la demanda se crearon cuartas y reservas. Así se abrió espacio para nuevos equipos: el Montecarlo, el Revolución, el Constituyentes, el Torino o el Libertad. Los partidos se programaban a las 8, a las 10 y a las 12. El asunto era en serio, y desde el vienes todos comenzaban a comprar La Voz de Michoacán para enterarse del rival de turno.
Hoy, esa misma liga subsiste con buena salud. Aún hay mecenas que mantienen la ilusión de muchos cada domingo y árbitros que abandonan pito y tarjetas para huir de alguna turba furibunda. Algunas de las historias de la Liga Municipal también fructificaron. En 1924, en una pradera en las afueras de la ciudad y que hoy es el monumento a Lázaro Cárdenas, algunos amigos fundaron su propio equipo con el solo fin de pasar un buen rato. El equipo se llamó Oro.
Hoy, con el nombre de Atlético Morelia, lucha por renacer de las cenizas.