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#OPINIÓN // ¿Un nuevo criterio ético en el servicio público?

Por Jorge Luis Hernández Altamirano

El ejercicio del poder desgasta y, en medio de una crisis económica y social, acelerada por la pandemia, parece normal que cada vez se le encuentren más puntos débiles a esta administración. Sin embargo, es inquietante que, pese a la mala calificación en muchos los aspectos de gobierno (seguridad, economía y salud los más castigados), el porcentaje de ciudadanos que apoyan al presidente López Obrador sigue en una nada despreciable 58% según el agregado de Oraculus.

Estudiosos, estrategas y curiosos seguimos preguntándonos por qué. Los números nos obligan a reconocer que el presidente López Obrador ha tenido algunos aciertos que a la mayoría de la ciudadanía le agradan y que, si bien no representan cambio significativo en los problemas más sentidos, sostienen el aprecio e identificación con el personaje.

Entre esos logros, el más indiscutible de ellos es la imposición de su construcción discursiva: un pueblo bueno e históricamente explotado por una minoría en el poder, económico y político, que, sostenido en un pacto de corrupción, tomaba decisiones para favorecer sus intereses propios.

La narrativa histórica, naturalmente, ha necesitado de un nuevo compromiso hacia el futuro: “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre”.  Y el presidente ha sido especialmente cuidadoso en cumplir, o mostrar como que cumple, ese pacto: la venta del avión presidencial (que no se ha vendido), los viajes en aviones comerciales, el fin del Estado Mayor, los tajantes recortes presupuestales so pretexto de la austeridad y la disminución de sueldos y prestaciones a los burócratas, quienes, además, son conminados a donar parte de sus disminuidas percepciones.

Más allá del debate sobre la efectividad, y la oportunidad, de estas medidas, con ellas el presidente ha podido sostener su imagen como la de un hombre austero, que rehúye a los lujos y que es accesible para sus simpatizantes. El contraste es evidente respecto del imaginario colectivo del político clásico: una persona interesada en el poder como vía de enriquecimiento, que no tiene reparos en echar mano del erario para incrementar su fortuna personal.

Cumpla con ella o no, Andrés Manuel ha impuesto una nueva línea de exigencia para la función pública y, más allá de las simpatías políticas, me parece que es algo que los ciudadanos tenemos que festejar. El funcionario post 2018 debería, pues: repudiar, denunciar y perseguir todo acto de corrupción, rechazar el patrimonialismo de los cargos públicos, evitar contratar a personal con criterios de simpatía personal o lazos de consanguineidad, evitar el derroche presupuestal en gastos superfluos como viajes en primera clase, alimentos premium o fiestas institucionales.

Cumpla con ella o no, Andrés Manuel ha impuesto una nueva línea de exigencia para la función pública y, más allá de las simpatías políticas, me parece que es algo que los ciudadanos tenemos que festejar.

En un escenario en el que, hasta el momento, la oposición no parece lo suficientemente fuerte para amenazar la hegemonía obradorista en las próximas elecciones, es de suponer que la verdadera contienda electoral se trasladará a las elecciones internas, en las que, seguramente, saldrán a la luz algunos escándalos, e información proveniente del fuego amigo, en los que se ponga en duda la congruencia de los aspirantes con los principios del partido y los criterios de AMLO. Al respecto, la contienda interna por la dirigencia del partido es un buen termómetro de las futuras luchas que se avecinan entre antiguos amigos enfrentados y de las probables acusaciones de opacidad y corrupción.

Lamentablemente, la aversión de este gobierno a la transparencia y la institucionalización hace difícil que los ciudadanos identifiquemos y obtengamos pruebas de los casos de corrupción en esta administración. Y, aunque hay decenas de organizaciones y periodistas independientes que resisten los embates hacia su labor y utilizan las herramientas disponibles para desnudar lo vicios, parece que la única vía para destapar a personajes que, desde el gobierno, no cumplen con el nuevo criterio ético en la función pública será la disputa interna por las candidaturas.

No deberían ofenderse quienes ahora ven caer sobre sí el peso del escrutinio público, al final el criterio ha sido puesto por el movimiento al que pertenecen, de hecho, la honestidad y la oferta de “no somos iguales” es su principal oferta política. Y es que, sin un verdadero compromiso con la rendición de cuentas y una probidad respecto a la corrupción, ¿realmente habría transformado algo esta administración así autodenominada?

Veremos. Al tiempo.

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