Jacques Coste
La semana pasada publiqué una carta abierta a los partidos de la coalición Va por México, en la cual expresé la frustración que sentimos muchos ciudadanos al tener que votar por el PAN, el PRI y el PRD tan sólo porque eran la opción “menos peor”. Asimismo, planteé algunas exigencias y críticas a esos partidos, entre las que destaca —valga la redundancia— la ausencia de autocrítica.
Durante los últimos días, ocurrieron algunos acontecimientos que me hicieron pensar que, en realidad, la incapacidad de introspección es un mal difundido entre todas las élites políticas mexicanas. Para muestra un botón: al terminar la jornada electoral, todos los partidos celebraron el resultado y ninguno llevó a cabo un examen de conciencia —al menos no públicamente—ni reconoció los errores de campaña que los llevaron a la derrota en determinadas votaciones.
Cito algunos ejemplos ilustrativos. López Obrador y Claudia Sheinbaum declararon que el retroceso de Morena en la Ciudad de México se debió a una “guerra sucia” de los medios en su contra y a que las clases medias son egoístas y mezquinas. Alejandro Moreno Cárdenas básicamente celebró que le fue de maravilla al PRI, pese a que perdió todas las gubernaturas que disputó. Y muchos candidatos vencidos de todos los partidos, lejos de reconocer su derrota y rendir cuentas a sus votantes sobre los motivos de ella, alegaron irregularidades en las votaciones o, peor aún, se declararon ganadores sin sustento alguno.
De la igual manera, las memorias autobiográficas de los políticos mexicanos suelen ser defensas enérgicas de sus respectivas gestiones, más que exámenes balanceados de sus acciones. Hay mucho enaltecimiento de los aciertos y muchas excusas para los fracasos. Las victorias siempre se deben a las virtudes del autor y las derrotas siempre se deben a factores externos.
Tres buenos ejemplos son Mis tiempos de José López Portillo, Memorias de Gonzalo N. Santos y Decisiones Difíciles de Felipe Calderón. Todas estas obras son odas autocomplacientes de los personajes, especialmente las primeras dos. En el caso de Calderón, si bien reconoce algunos errores, normalmente los atribuye a la inmoralidad de sus opositores, a la falta de valentía de sus copartidarios o a situaciones fuera de su control.
En cambio, cuando uno lee memorias de políticos de otros países, suelen ser muchos más balanceadas. Por supuesto, como buenos políticos, son complacientes en muchos sentidos, ponen el acento en lo bueno y minimizan lo malo; pero al menos tienen algo de autocrítica, reflexión introspectiva y se pintan como humanos, no como superhombres.
Por ejemplo, en sus memorias, de publicación reciente y muy exitosa, Obama cuestiona determinaciones que tomó y muestra arrepentimiento de ciertas acciones. También acepta que tuvo momentos de duda y de miedo durante su administración. Claro que argumenta a favor de su gobierno y sus políticas públicas, pero también admite que cometió equivocaciones y que sus emociones lo traicionaron en ciertas circunstancias. Eso no ocurre con frecuencia en las memorias de los políticos mexicanos.
Creo que la ausencia de autocrítica entre nuestras élites políticas responde a tres motivos principales. El primero de ellos es de índole cultural. En general, los mexicanos no somos muy dados a reconocer nuestros yerros.
Pensemos en un entrenador mexicano de futbol. Cuando pierde su equipo, rara vez acepta que se equivocó en su planteamiento táctico o que sus jugadores no dieron el ancho. Más bien, suele culpar al árbitro, al estilo de juego “ratonero” de la escuadra rival o hasta a la mala suerte. Ahora, imaginemos a un estudiante mexicano que reprobó una materia. ¿El culpable fue él por no estudiar para el examen? Difícilmente. Entonces, ¿quién? Pues, claro, el profesor que está en su contra.
El segundo motivo es de carácter histórico. Pienso que aún perviven ciertas huellas del viejo presidencialismo en nuestro imaginario político. El jefe del Ejecutivo del régimen priista tenía que ser un hombre fuerte de autoridad irrefutable. Si el poder del Estado recaía sobre sus hombros, entonces debía mostrar que tenía la entereza y la fuerza necesarias para soportarlo. Si las decisiones trascendentales pasaban necesariamente por su escritorio, entonces debía exhibir determinación y firmeza para tomarlas.
Esa imagen de la figura presidencial imponente y poderosa aún pervive en nuestra manera de pensar sobre política. Por tanto, no es bien visto que un político acepte que se equivocó, ya que se percibe como un signo de debilidad.
El tercer motivo por el cual la élite política mexicana carece de autocrítica tiene que ver con la inmadurez de nuestra democracia. La rendición de cuentas es un rasgo fundamental de los sistemas democráticos más consolidados.
Se trata de una cuestión recíproca. Por un lado, los ciudadanos exigen que sus gobernantes sean transparentes y los premian o castigan, mediante el voto, según su desempeño. Por el otro, los políticos están obligados —tanto por la ley como por la presión de la prensa y la sociedad civil— a dar cuenta detallada de los fundamentos, los alcances y los resultados de sus acciones y decisiones.
En las últimas décadas, México avanzó en materia de rendición de cuentas y transparencia, pero aún nos falta mucho camino por recorrer. La clase política está tan desprestigiada ante los ojos de la prensa y la sociedad, que la ciudadanía es hasta cierto punto apática cuando se trata de exigir que los altos funcionarios rindan cuentas porque “todos son corruptos e incompetentes”. Por su parte, los políticos son hábiles para burlar los requisitos legales de transparencia y carecen de una cultura de rendición de cuentas.
Si los ciudadanos mismos no fomentamos una cultura de la autocrítica, la introspección y el reconocimiento de errores, en nuestros hogares, nuestros centros de trabajo y nuestras comunidades, entonces difícilmente lograremos que nuestros dirigentes políticos rindan cuentas, acepten sus equivocaciones e incluso dimitan cuando no dan el ancho.
Ya han demostrado que no lo harán por sí mismos. Carecen del más mínimo sentido de la autocrítica. No entienden que es una virtud —y no un signo de debilidad— cuando un político reconoce un yerro y rectifica el camino. Nosotros debemos orillarlos a que lo comprendan y, para hacerlo, primero debemos generar una cultura de la rendición de cuentas en nuestro propio entorno.