Jacques Coste
Supuestamente, el Cuerpo de Granaderos ya no existe, pero de alguna manera impidió el paso de alcaldes de oposición que buscaban acudir al Congreso de la Ciudad de México. Vivimos en una “ciudad de derechos”, pero se erigió una muralla de acero —un “Muro de Paz”, en jerga obradorista— alrededor de Palacio Nacional para evitar que las protestas de los colectivos feministas incomodaran al presidente.
Se promete que los hechos de la Conquista nunca se van a repetir y se celebran los “500 años de resistencia indígena”, pero se viola el derecho a la consulta previa, libre e informada de los pueblos indígenas que habitan en la ruta del Tren Maya. Se asevera que hay plena libertad de expresión, pero 43 periodistas han sido víctimas de homicidio en lo que va del sexenio.
Se recibe con bombo y platillo a un puñado de refugiados afganos, pero se reprime con violencia a los migrantes centroamericanos en la frontera sur. Se asegura que ya no hay masacres, pero se cometen alrededor de 70 homicidios al día.
Se conmemora el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas con el anuncio de una “comisión presidencial de la verdad” —porque en este gobierno todo tiene que ser presidencial o no es bueno— para esclarecer los hechos de la Guerra Sucia. Pero se hace muy poco por las víctimas de desaparición de hoy.
Se nombra a una activista con un apellido histórico como presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, pero se asfixia presupuestariamente a la CNDH y su presidencia se alinea descaradamente a los designios de Palacio Nacional.
Se declara que “nunca más el ejército se usará para reprimir al pueblo”, pero se militarizan cada vez más aspectos de la administración pública. Se anuncia la expedición de una Ley de Amnistía y un decreto presidencial para despoblar los penales, que están repletos de presos sin sentencia, al tiempo que se amplía el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa.
Aquí una hipótesis para este mar de contradicciones: para el presidente López Obrador, su partido y su gobierno, los derechos humanos sólo valen en tanto fortalecen su discurso de reivindicación social. No importa protegerlos efectivamente; sólo importa instrumentalizarlos para respaldar la narrativa del movimiento regeneracionista.
Hay honrosas excepciones, pero la realidad es que a la mayor parte de los miembros del oficialismo poco interesan los asuntos relacionados con los derechos humanos. Los pocos que sí están comprometidos con estas causas, como Alejandro Encinas, tienen un peso político modesto dentro del círculo presidencial o, peor aún, acaban cumpliendo una función poco honrosa: legitiman al presidente con acciones simbólicas, pero poco sustantivas, como la comisión de la verdad para el caso Ayotzinapa, que ha avanzando a pasos de tortuga y desestimó los hallazgos de la CNDH de Luis Raúl González Pérez, por el simple hecho de que se alcanzaron durante la administración anterior.
Los demás manipulan los derechos humanos de manera descarada para dotar a sus acciones de un aura progresista. Claudia Sheinbaum es el principal ejemplo. La ciudad de derechos sólo existe en su propaganda. La indolencia frente a los familiares de las víctimas de la tragedia del metro y la decisión de desacreditar y encapsular las protestas sociales de toda índole son muestras de ello.
El presidente López Obrador, como lo hace en muchos otros temas, sólo utiliza los derechos humanos para dos propósitos. El primer objetivo es diferenciarse del pasado con falsas dicotomías: antes se reprimía, ahora ya no hay masacres; antes había desapariciones forzadas, ahora se investigan; antes la CNDH era una “tapadera” de las violaciones a derechos humanos, ahora es una institución ejemplar.
El segundo propósito es robustecer su narrativa de reivindicación social: ustedes, los pueblos indígenas, han vivido 500 años de opresión, pero yo les doy su lugar en la nación, mediante la instalación de una maqueta del Templo Mayor frente a Palacio Nacional; para ustedes, los presos sin sentencia, yo declararé una amnistía —sin efectos reales— para liberarlos.
Así, el gobierno obradorista está vaciando de contenido y de aplicabilidad a los derechos humanos. No existe una idea clara de qué son ni una noción de cómo quiere protegerlos. Se sabe que son un mecanismo útil para la narrativa y la agenda del presidente. Y con eso basta. Lo demás, lo sustantivo sale sobrando.
Si antes preocupaba que había avances legales e institucionales que no se reflejaban en la protección efectiva de los derechos fundamentales de los mexicanos, ahora es alarmante pensar en el futuro de los derechos humanos en México, en un contexto de manipulación política en el terreno discursivo y de desamparo en la arena de las leyes y las instituciones.