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#OPINIÓN // La reconfiguración territorial obradorista

Jacques Coste

Se suele debatir si la llegada de Andrés Manuel López Obrador al poder representó un simple cambio de gobierno o, más bien, un cambio de régimen. En un cambio de gobierno, el Ejecutivo cambia de titular (y quizá de partido), pero las instituciones, los hábitos y los mecanismos para ejercer el poder político siguen siendo los mismos y, en muchos sentidos, el sistema económico y el entramado legal se mantienen vigentes.

Puede haber modificaciones en las prioridades del presidente en turno, en su estilo personal de gobernar, en el peso que tiene cada una de las secretarías de Estado, en la relación entre los tres poderes o en cómo se distribuye el gasto público. Sin embargo, no hay transformaciones significativas en el orden político y, por tanto, tampoco en el socioeconómico.

Por el contrario, un cambio de régimen implica una transformación profunda del orden político vigente, lo que muchas veces deriva en modificaciones igualmente significativas en términos socioeconómicos, institucionales, culturales y jurídicos. Para decirlo de modo simple: un cambio de gobierno es superficial y un cambio de régimen es estructural.

Así, por ejemplo, en México, académicos y analistas llevan dos décadas sosteniendo un debate muy interesante sobre si la transición democrática significó un cambio de gobierno o un cambio de régimen. Algunos arguyen que sólo fue un cambio de gobierno, pues durante los gobiernos de la transición pervivieron diversas dinámicas, hábitos e instituciones vigentes desde los años de la hegemonía priista, mientras que otros sostienen que sí hubo un cambio de régimen, pues se transitó de un régimen de partido dominante a uno de competencia partidista y elecciones democráticas.

Sin haber terminado ese debate sobre la transición, ya se abrió otra discusión similar sobre el significado de la llegada de López Obrador al poder y la magnitud de los cambios que está impulsando desde el Poder Ejecutivo.

Mi posición ante ese debate es que López Obrador aún no ha logrado el cambio de régimen que tanto ansía, pero sí ha dado pasos hacia él. Desconozco si, al final de su sexenio, lo conseguirá, o si se quedará en un simple cambio de gobierno. En todo caso, hay rubros en los que ya se observan rasgos de cambio de régimen. Uno de ellos es en la lógica territorial del gobierno.

Los cambios en este rubro son profundos y estructurales. En primer lugar, la relación del Ejecutivo federal con los gobernadores ha cambiado sustancialmente. Con el fin de la era hegemónica del PRI, también terminó el dominio vertical del presidente de la República sobre los gobernadores.

Así, desde el sexenio de Fox hasta el de Peña Nieto, los gobernadores tuvieron mucha mayor libertad para ejercer el poder en sus estados, en donde muchas veces manejaban los recursos públicos de manera patrimonialista. A su vez, los presidentes sorteaban la oposición excesiva de los gobernadores empoderados mediante concesiones presupuestarias para sus entidades y haciéndose de la vista gorda frente a sus corruptelas.

Esto ha cambiado durante la presidencia de López Obrador. Puesto que el obradorismo, como su nombre lo indica, es un movimiento político personalista, entonces los gobernadores de la coalición oficialista muestran lealtad política, que muchas veces se convierte en sometimiento total, al presidente.

Por ende, adoptan la agenda política y el discurso público de AMLO. En muchas ocasiones, replican por completo las políticas públicas del centro: programas sociales de ayudas directas sin intermediarios, organización de consultas populares para tomar decisiones importantes, políticas de austeridad que ocasionan la asfixia presupuestaria de instituciones y un largo etcétera.

Otras veces, de plano, actúan como representaciones territoriales del gobierno federal en las entidades, por ejemplo, facilitando la distribución de los programas sociales federales o permitiendo el despliegue de la Guardia Nacional en sus estados, sin siquiera pensar en diseñar su propia política social o robustecer a sus policías locales.

Otro cambio importante que ha instaurado el presidente López Obrador en materia territorial es el despliegue del ejército y la Guardia Nacional a lo largo y ancho de todo el país. Es verdad que elementos militares llevan lustros dispersados por el territorio nacional para combatir al crimen organizado. Sin embargo, este fenómeno se ha redimensionado durante el presente sexenio.

Al desempeñar todo tipo de tareas —desde la entrega de vacunas y libros de texto hasta la vigilancia de carreteras, puertos y aeropuertos— los militares, poco a poco, se están convirtiendo en el principal instrumento de presencia territorial del gobierno en las distintas regiones del país y, en consecuencia, los elementos castrenses son en muchos casos el principal punto de contacto entre el Estado y los ciudadanos.  

Así, hoy en día, es válido sostener que el ejército y la Guardia Nacional son los principales vehículos del gobierno federal para ejecutar sus políticas en el territorio y para hacer sentir la presencia del Estado mexicano en todos los rincones del país. Cabe aclarar que uso el término “hacer sentir” de manera deliberada, puesto que es bien sabido que las verdaderas fuerzas dominantes de muchas regiones mexicanas son las organizaciones delictivas o, en otras, hay francamente un desgobierno alarmante.

Una característica adicional de la reconfiguración territorial que ha impulsado López Obrador es la presencia constante del presidente de la República en distintas regiones del país. Ningún presidente de las últimas décadas había recorrido tanto el territorio nacional como AMLO.

Los efectos positivos o negativos de sus constantes giras a distintos estados pueden ser discutibles. También puede debatirse si es una pérdida de tiempo o un acierto que el presidente viaje tanto tan sólo para supervisar obras menores o llevar a cabo mítines medianos.

Lo que no se puede discutir es que, con estas giras, el presidente proyecta la imagen de que el Ejecutivo federal está presente en todo el país, todas las regiones están bajo su control y todos los ciudadanos pueden tener contacto con él. Este es un punto importante de su popularidad en regiones de Oaxaca, Guerrero, Veracruz y otros estados del sur-sureste.

Por último, el cambio de régimen territorial se podría consolidar con el cambio de sede de diversas secretarías de Estado a otras entidades distintas a la Ciudad de México. Nuevamente, la pertinencia de esta medida puede ser discutible, pero es innegable que implica un cambio significativo en la relación entre el Ejecutivo federal y las distintas regiones del país.

En síntesis, está por verse si, evaluado de manera global, el gobierno de López Obrador deriva en un auténtico cambio de régimen, pero desde ahora puede sostenerse que la configuración territorial del gobierno federal ha sufrido una transformación lo suficientemente profunda para entrar en esa categoría.

Jacques Coste, consultor político, ensayista e historiador. Twitter: @jacquescoste94

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