Jacques Coste
Con las recientes críticas a Carmen Aristegui, el presidente López Obrador volvió a mostrar uno de los rasgos más preocupantes de su personalidad, que a su vez se transforma en uno de las características definitorias de la forma en que ejerce el poder y de la manera en que gestiona a su gabinete y a su círculo cercano.
Caer de la gracia presidencial es sencillo. No importa toda una vida de lucha en favor de su causa. El presidente es un hombre caprichoso y rencoroso, que puede desechar tranquilamente a quienes le han servido por años o a quienes han demostrado lealtad férrea y compromiso cabal. Cualquiera puede caer en desgracia. Basta con mostrar un atisbo de duda. No hay espacio para los replanteamientos o los cuestionamientos.
La prensa no debe ser crítica; debe ser militante. Los colaboradores no deben deliberar; deben obedecer. No se trata de desempeñar un cargo —con todas las responsabilidades y los conocimientos que ello implica—; se trata de cumplir encargos.
Ya han sido muchos quienes han caído de la gracia presidencial: Irma Eréndira Sandoval, Arturo Herrera, Carmen Aristegui, Javier Sicilia, Julio Scherer, Porfirio Muñoz Ledo, Pablo Amílcar Sandoval, Ricardo Monreal, Santiago Nieto o incluso sectores completos, como la comunidad académica, los intelectuales, el movimiento feminista, así como los defensores ambientales y de derechos humanos
Algunos, incluso, han sido víctimas de humillación pública. Tal es el caso de Irma Eréndira Sandoval, defenestrada y ninguneada en un video en redes sociales, y Arturo Herrera, anunciado como nuevo gobernador del Banco de México y luego despojado de su cargo sin mayores explicaciones.
Pocos han logrado resistir los embates del presidente cuando caen en desgracia. Ricardo Monreal destaca en ese aspecto. Con la habilidad, el pragmatismo y la astucia que lo caracterizan, ha logrado sobrevivir políticamente, aunque no hay semana en que no sea cuestionado por su falta de lealtad y compromiso.
Mientras avanza el sexenio, se exacerba este rasgo de la personalidad del presidente. Sus colaboradores, sus aliados y sus simpatizantes deben alinearse a sus posiciones o sufrir las consecuencias de no hacerlo. Mientras menos independencia y menos pensamiento crítico se exhiba, mejor. A mayores elogios, menos posibilidades de caer en desgracia.
La carrera adelantada por la sucesión presidencial es una clara muestra de esto. Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard son distintos en muchos aspectos, pero comparten un elemento muy importante en este momento.
Una es la alumna estrella del presidente. El otro ha sido un valioso aliado político. Pero, en este momento, a ambos los une el profundo temor a caer de la gracia del presidente. Así, ambos expresan elogios desmedidos a las cualidades personales de López Obrador y se pliegan por completo a la voluntad del mandatario, incluso si ello implica renunciar a sus principios y darle la espalda a su trayectoria.
Sheinbaum ha tenido que omitir sus convicciones feministas, ambientalistas y científicas: contribuyó a la represión de manifestaciones de mujeres en contra de la violencia de género, apoya una reforma eléctrica nociva para el medio ambiente y, en el peor momento de la pandemia, se negó a imponer restricciones sanitarias con tal de no contradecir a Palacio Nacional.
Ebrard ha tragado más sapos que nadie. Bajo su mandato al frente de Relaciones Exteriores, la diplomacia mexicana vive uno de los momentos más bajos en su historia reciente. Ha contribuido al deterioro del Servicio Exterior Mexicano. Ha avalado los nombramientos de personajes impresentables como embajadores y cónsules. Y ha orientado la Cancillería hacia la política interior con tal de agradar a López Obrador.
En la última edición de Proceso, Cuauhtémoc Cárdenas hablaba de que la política mexicana atraviesa una fase de deterioro. Pienso que un elemento importante de ese deterioro es el carácter personalista de Morena y del movimiento obradorista en general. Si el objetivo principal de los integrantes de la fuerza política dominante es agradarle a su líder, entonces lo que tenemos en última instancia es una élite política acrítica, pasiva y sujeta a la voluntad personalísima del presidente, incluso a sus caprichos y prejuicios.