Con amor a mi entrañable Muppy
Por Elizabeth Juárez Cordero
Terminó marzo y seguiremos hablando de nosotras, porque el feminismo no es moda, es forma de vida y resistencia, porque el feminismo, los feminismos no son ajenos a nuestras propias contradicciones, es por ello que es también práctica y desprendimiento, terapia y develamiento de lo que somos, presas de lo que pensamos y lo que sentimos, de la manera en la que nos relacionamos primero con nosotras mismas, con las otras, el otro y con el colectivo.
La idealización por lo femenino, lejos de lo que pudiera pensarse, ha sido la fuente principal de violencia y discriminación contra las mujeres; las benevolentes características que se nos asignan, principalmente en la cultura latinoamericana, desde el conocimiento del sexo en la gestación de la madre, como la belleza, la bondad, la abnegación y la fragilidad, son las primeras muestras de un mundo que nos deshumaniza, que nos niega la posibilidad de ser lo contrario, de salirnos del molde, porque hacerlo es deshonrar el linaje y rebelarnos al destino, ese que la cultura patriarcal mandató a la madre, a las abuelas y que aguarda paciente para hacernos regresar a las osadas.
La asociación innata al sexo como mujeres heterosexuales, protectoras, bondadosas, amorosas y dadoras de vida, por años nos arrinconaron a labores domésticas y de cuidado de otros, a actividades que no nos implicaran mayor esfuerzo físico, al menos en apariencia. Hasta hace muy poco, la participación de las mujeres de los asuntos públicos, fueron más bien secundarias, cual adelitas o guerrilleras proveyendo a los insurrectos de alimentos como de servicios sexuales, aunque luego en la vida institucional las responsabilidades como esposas de, como hijas de, fueron la puerta para ser la cara de la asistencia social, la beneficencia, el altruismo y cualquier otro espacio vinculado a la protección y los temas de la casa.
Afortunadamente el activismo en las calles y su incidencia institucional a fuerza de reforma y de sentencia, aunque lento y a veces simulado, han ido modificando los roles que nos segregan de nuestros propios cuerpos y nos mutilan del espacio público. El camino en esa lucha, en la reivindicación de nuestros derechos y libertades, aún es largo como sutiles son los estereotipos que nos “endiosan” para perpetuar el sometimiento de la inacción por hacernos de un lugar propio.
“Ni santas ni maravillosas”, diría la escritora española Rosa Montero, solo humanas y libres, en esa exigencia está puesta nuestra rebeldía, por incluso recuperar el derecho a nuestra malignidad, a la posibilidad de ser, fuera de los convencionalismos del machismo. Porque ser “no buenas”, lesbianas, independientes, trabajadoras y profesionistas, líderes, “feas” o demasiado sensuales al ojo masculino, no madres, activas sexualmente, no habilidosas para la cocina y otros quehaceres, es ir contra el rol social que tarde o temprano acaba por cobrárnosla; y que sin duda estamos dispuestas a pagar.
Cierto es que hay mujeres que violentan, delinquen, asesinan, que transgreden el orden público, que roban y son corruptas; pero incluso en esas circunstancias son tratadas de manera desigual respecto de los hombres, que además del rechazo social por la conducta cometida, reciben una doble condena que no ocurre con los hombres, por ser quienes son, por ser mujeres, y que encuentran en los sistemas de justicia un sin número de obstáculos para tener una defensa y luego una sentencia que sin excusar, contemple el contexto que rodea su condición de género; que no es otra cosa que las relaciones de poder y los desequilibrios históricos de los que han sido objeto las mujeres.
Durante años se sostuvo, que las mujeres tienen menor proclividad a ser corruptas, como parte de una visión estereotipada, por ser naturalmente buenas administradoras, obviando la imposibilidad siquiera de acceder a los espacios de poder y de toma de decisiones en las administraciones públicas. Pero incluso ahí, son juzgadas penal y políticamente de manera diferenciada, solo por mencionar dos botones de muestra, comparemos los casos de la administración federal pasada de Rosario Robles y la estafa maestra y Emilio Lozoya y los sobornos de Odebrecht, o en la actual, respecto del destino del extitular de Segalmex Ignacio Ovalle o Manuel Bartlett actual Director de la Comisión Federal de Electricidad y la ex Secretaria de la Función Pública, Irma Eréndira Sandoval.
La corrupción como la indisciplina política, aun con el avance paritario, sometidos a la vieja oligarquía masculina, tienden a generar resultados distintos entre hombres y mujeres, que sin negar su potencial condición humana de corromperse o rebelarse, de ser malas, en el caso de las mujeres son consideradas persistentemente malas, pues atentan contra el orden social, en el que el Estado y el líder político hombre son quienes tienen el mando.
Por ello la consigna ¡Somos malas y podemos ser peores!, esa que ha sido titular escandalosa de las crónicas sobre las manifestaciones feministas, es el grito genuino de nuestra lucha, la de las dolientes, la de las madres e hijas que lloran por sus asesinadas, sus desaparecidas, las hermanas que lo queman todo por rabia, por indignación o desconsuelo, porque pese a ser sistemáticamente violentadas se nos exige cuidar las formas, comportarnos. Porque hasta el derecho de ser potencialmente malas nos es arrebatado, o porque somos malas a su modo, porque nos sublevamos a nuestra historia de vida, tanto como a las precondiciones socioculturales del entorno, porque hemos hecho de nuestra convicción feminista una bandera política, un compromiso con nosotras mismas y nuestras congéneres, las de atrás y las de ahora, en lo público y aún más en lo privado, porque hacemos de nuestra resistencia exigencia cotidiana de la que no claudicaremos hasta ser tratadas como libres, como humanas.