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☞ OPINIÓN | Género y Corrupción

Por Elizabeth Juárez Cordero

Aun cuando son escasas las investigaciones empíricas sobre el impacto diferenciado de la corrupción en hombres y mujeres, existen numerosos esfuerzos tanto académicos, sociales, e institucionales por colocar la mirada del género sobre un fenómeno usualmente reducido a la función pública, que si bien tiende a estar relacionado con graves y notorias afectaciones sobre los recursos y el patrimonio público, como ocurre con el peculado, el enriquecimiento ilícito, así como el ejercicio ilícito del servicio público o el tráfico de influencias; se suelen perder de vista las implicaciones de esas otras acciones que desde una posición de poder violentan los derechos de las personas, y en particular de los grupos poblacionales en condición de vulnerabilidad o desventaja.

En este sentido, es preciso aclarar que, más allá de si se está frente a un caso de corrupción “grande o pequeño” por su atención mediática o costo al erario, cualquier abuso de poder o apropiación de lo público, recurso o función, en beneficio personal o de grupo, lleva consigo siempre una merma a otros, a sus derechos, la obtención de un servicio o trámite, así como la posibilidad de participación o de desarrollarse libremente en cualquier ámbito social, comunitario, escolar o laboral. Es por ello que ahí donde abunda la corrupción, tienden por un lado a potenciarse problemáticas como la inseguridad, la violencia o la impunidad, al mismo tiempo que se profundizan las desigualdades, sobre todo, en grupos en los que se encuentran uno o más factores sociales, relacionados con el género, la orientación sexual, condición indígena, discapacidad, pobreza o marginación, entre otros.

Las desigualdades por razón de género y la corrupción tienen como causas comunes un conjunto de antivalores y prácticas que reproducen y hacen perpetuar de manera sistémica los abusos de poder. Las estructuras de las instituciones públicas en nuestro país han sido un ejemplo claro, no sólo de una concepción patrimonialista del poder sino también de un sistema político, que autoritario y altamente masculinizado hizo prevalecer estereotipos y roles de género desde el interior, espacios, en los que las mujeres fuimos destinadas por años, a hacer labores ornamentales, como hostess o de asistencia a las élites políticas masculinas, a los hombres de poder.

Hasta hace muy poco en actos oficiales del Senado, del Instituto Nacional Electoral, y en numerosos Ayuntamientos, se podía atestiguar, aun con el empuje de las cuotas de género primero y de paridad después, la participación de mujeres en rol de edecanes, cuyas vestimentas y exposición de sus atributos físicos no solo las cosificaba, sino que reducía su presencia a sus características sexuales.

El hostigamiento y el acoso sexual son también otro tipo de expresiones de relaciones de poder normalizadas al interior de las instituciones públicas, espacios, en los que no pocas veces la entrada, permanencia y ascenso son condicionados al piropo incómodo, las miradas lascivas, el beso o el apapacho no pedido, o incluso a favores de tipo sexual. La extorsión sexual o sextorsión es también una forma de corrupción, si bien aún no sólidamente reconocida, ésta tiene por característica un abuso de poder en el que ocurre un intercambio basado por lo general, en una relación de dependencia, cuya moneada de cambio, puede ir desde el consentimiento al acoso hasta el sexo forzado.

Las tareas domésticas y de cuidado, asignadas predominantemente a las mujeres han sido otro sitio de vulnerabilidad, ampliamente documentado como parte de la llamada corrupción de ventanilla, pues han sido las mujeres quienes tradicionalmente realizan pagos de servicios básicos, trámites relacionados con el derecho a la salud o la educación, así como las principales beneficiarias de programas sociales, y con ello, víctimas recurrentes de la compra y coacción del voto, acciones que si bien son constitutivas de otro tipo de delitos, como son los electorales, son también resultado de un abuso de poder que vulnera, sí la normatividad, los procedimientos y objetivos institucionales, como los recursos públicos, pero que también terminan por trastocar el bienestar y desarrollo de las mujeres, sus familias y comunidades.

Finalmente, una última vertiente relacionada con la corrupción y su mirada a la luz del género tiene que ver con su condición activa en el fenómeno de la corrupción, es decir no solo como víctimas sino como protagonistas de actos de corrupción, en los que si bien se contabilizan un número menor respecto de las cometidos por varones, esto más allá de las explicaciones estereotipadas, que nos dotan de otro matiz ético, por ser naturalmente buenas y bondadosas, con habilidades para la administración y la racionalización del gasto; responde, aun con los avances que colocan a muchas más mujeres en espacios de toma de decisiones públicas relevantes, a una condición de oportunidad, como de acceso a redes de complicidades, esas que sí suelen ser más arraigadas entre los hombres, más que a una menor proclividad a la corrupción.

Como ya es costumbre, marzo y en específico el 8 de marzo es un día de lucha por la reivindicación de los derechos y libertades de las mujeres en el mundo, pero es también una invitación para todos y todas a mirar las causas e implicaciones que se entrecruzan y se acentúan en problemáticas políticas y sociales, tan complejas como la corrupción, y en las que incluso ahí, las desigualdades históricas de las que han sido objeto las mujeres no son ajenas.

Las opiniones emitidas por los colaboradores de Metapolítica son responsabilidad de quien las escribe y no representan una posición editorial de este medio.

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