Por Elizabeth Juárez Cordero
Los feminismos nos han hecho militantes de una condición que se hizo causa compartida, la de las desigualdades y las violencias que nos igualan, que nos dan identidad y nos agrupan aun en las diferencias y los contextos cotidianos, porque nos sabemos parte de la historia de la otra, de sus vivencias, de sus encuentros, de las violencias y las barreras externas tanto como las propias, porque aunque le perdimos el miedo a la manifestación, no somos ajenas a las resistencias del opresor, que a la primera oportunidad se desliza como contradicción, como conducta o enjuiciamiento sobre las otras pero también contra nosotras mismas.
Porque la conciencia de género que hemos adquirido no es perenne, por el contrario, nos demanda en el tiempo un esfuerzo mayor de consistencia, porque resultado de un proceso sinuoso y a veces doloroso, no llegó de una vez y para siempre, y porque no está puesto solo en la exigencia y el señalamiento de la conducta de los otros, de los hombres, de las otras, las instituciones o el Estado, sino también sobre nosotras mismas, en la manera en que nos habitamos y cohabitamos dentro de un sistema dominante, y siempre dispuesto a hacer volver a las rebeldes.
Porque, aunque aprendimos a reconocernos, a fortalecernos en nuestras capacidades y potencialidades, a moderar la autoexigencia, a callar a la impostora, a hacernos escuchar y reafirmar nuestro lugar en el espacio público, tanto como a sublevarnos de los cautiverios heredados de nuestras mujeres, abuelas y madres, seguimos siendo presas de la contradicción implantada, que nos recuerda que habernos salido del guion tiene no solo un costo social sino también personal, íntimo.
Repensarnos y coexistir es un desafío permanente, porque implica actuar y tomar postura ante todo lo demás, el acontecer social, lo económico, los problemas de la seguridad, el rezago educativo o las carencias en salud, como las elecciones de quienes hoy se disputan el poder, más allá de los partidos y sus visiones de país, incluso de las propias motivaciones e intereses personales; implica pues, repensarnos desde un entendimiento en el que nuestra militancia de género, la reivindicación de nuestros derechos y libertades, son innegociables.
No porque nuestra lucha trascienda los grandes problemas nacionales, sino porque las desigualdades y las violencias de las que somos objeto no solo atraviesan al resto de las problemáticas, sino porque en nosotras se acentúan sus efectos y con estos los desequilibrios existentes, porque, aunque se repita con insistencia, bien vale no perder de vista que no es lo mismo vivir en una condición de pobreza, que ser pobre y ser mujer, que ser indígena, o mujer adulta mayor, analfabeta, económicamente dependiente, sin acceso a seguridad social, o a vivir en un municipio altamente violento donde impera el control de grupos de la delincuencia organizada sobre las distintas esferas de la vida comunitaria; porque ahí el peligro de ser mujer es exponencial.
Ahí estamos, en esa persistente rebeldía, las feministas que no éramos y que hace apenas algunos años empezamos a marchar cada marzo, porque callar ya no era ni sigue siendo opción, porque hicimos de la indignación y el reclamo de justicia una fiesta violeta que hermana, pero que al paso del tiempo y del espacio, nos compromete aún más con lo que somos, con lo que hemos decidido defender como convicción en lo público, pero aún más en lo privado.
Porque nos seguimos entrenando en relacionarnos desde posiciones más igualitarias, más libres en donde la dignidad es el primer y principal límite frente a cualquier intentona por tocar el terreno ganado, el de afuera pero también el de nuestras propias conciencias, donde la sororidad es práctica de reciprocidad, que no es precepto ni algo intrínseco al género, porque ser sorora es reafirmación un día y otro también de hermandad, de apoyo compartido que nos coloca por encima de nuestra naturaleza humana del “yo sobre el resto”, de la rivalidad que el patriarcado incrustó e incentivó entre nosotras; es pues una forma de vida que nos obliga a no dejarnos sucumbir ante lo contingente, porque nos demanda en colectivo a mantenernos en estado de alerta permanente, en persistente rebeldía.
Es por sobre todo el recordatorio de que aquí estamos y aquí seguiremos, de que no habrá un marzo sin salir a las calles, mientras permanezca un opresor, que nos violenta, invisibiliza, que nos segrega, que nos hace ajenas del momento presente tanto como del futuro. Pero también como cada marzo, es una gran oportunidad de reencontrarnos, de abrazarnos y celebrar el pacto silencioso de apoyo entre nosotras, porque cada vez somos más, porque en cada nuevo alumbramiento de nuestra condición de género se hace eco en otra, porque en esa nueva conciencia, que es terapia, que es práctica y que es apoyo, hay una niña, una hermana, alumna, hija, una compañera de trabajo, una madre que se une a la manada.