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OPINIÓN | Todas hemos sido víctimas alguna vez

Por Kali Tapia Martínez

Cuando tenía 16 años, asistí a una actividad deportiva extracurricular en la prepa, adonde acababa de ingresar. De regreso a casa, al bajarme de la combi, tenía dos opciones: el camino corto, a través de una calle de terracería, por la que mis papás me recomendaron que no regresara, ya que se decía que era insegura; y un trayecto el doble de largo, en el que tenía que rodear un par de colonias, para llegar a la mía, pero con mayor movimiento de gente.

No pasaban de las dos de la tarde y me sentía cansada, así que decidí tomar la vía rápida.

Había llovido recientemente y se formaron charcos que dejaban poco espacio para caminar; me detuve al lado de uno particularmente grande, esperando a que pasara un automóvil. Pero no pasó. En cambio, su conductor se detuvo y comenzó a proferir una sarta de palabras lascivas y repugnantes que me alertaron del peligro. No era acoso callejero, del ordinario y malamente normalizado.

“Déjame en paz, pinche naco”, fue lo primero que atiné a contestar, con asco. Acto seguido, el hombre activó el freno de mano y abrió la puerta. Me eché a correr, desandando lo andado. Él ya había descendido del coche con un gesto burlón.

Alcancé la entrada de un fraccionamiento, donde varios hombres trabajaban en una construcción. Al percibir algunas miradas lujuriosas, desistí a mi intención de pedirles ayuda. De lejos vi que el acosador se subió al vehículo, arrancó y se fue.

Seguí por el mismo trayecto, asustada. Casi al llegar a la entrada trasera del fraccionamiento donde vivo, vi al tipo parado, a lo lejos. Se estaba masturbando mientras me acercaba. Por fortuna, lo hacía unos metros después de mi destino, así que pude evitarlo y correr a pedirle auxilio a un checador de combis.

“Ayuda, me viene siguiendo un viejo”, le dije llorando.  Justo en ese momento pasó una patrulla, y Ángel, el joven al que me acerqué, les comentó la situación. Uno de los oficiales me preguntó si era un auto blanco, porque momentos antes habían detectado a su ocupante, de conducta sospechosa. Asentí y se fueron a buscarlo.

Llegué a casa y mis papás notaron que algo ocurría. No les dije. Me sentía culpable. Hasta la fecha no lo saben, seguramente se enterarán al leer esto.

Y esta ocasión es sólo una, de muchas en las que, desde mi adolescencia he visto, sin consentirlo, órganos sexuales masculinos en la vía pública, a plena luz del día e incluso al ir acompañada por otras mujeres.

Situaciones que ocurren todos los días. No recuerdo a alguna adulta, amiga, pariente o conocida que no se haya sentido sexualmente agredida al menos una vez. Y somos las que nos hemos “salvado”, quienes podemos platicarlo y protestar por ello.

El público escéptico, dirá que fue culpa mía, como yo lo creí entonces. Muy arraigada a la sociedad en la que vivimos, permea la tendencia de juzgar a las víctimas y no a los agresores. Pero son sucesos que no deberíamos experimentar, en ninguna circunstancia.

Concluirán que, si hubiera tomado la vía larga, eso no me hubiera pasado. Y todavía seguí caminando por ahí, después del susto.

Hoy difiero porque, quien actuó mal fue quien me acosó, no yo. Las mujeres debemos ser libres de andar por la vida, sin escuchar improperios disfrazados de “piropos”, sin temor a ser víctimas del acoso, a ser abusadas y sumarnos a la lista de las muertas, arrojadas como basura a un lote baldío o algún callejón.

Fue como seres depravados terminaron con la vida de una niña de siete años, luego de violarla y torturarla. Y que la sociedad, la gran jueza, señala primero a su madre que a quienes la ultrajaron.

Así como los problemas sociales comienzan en el seno familiar, también es donde hay que buscar las soluciones. Y para ello, son necesarias políticas públicas preventivas y correctivas orientadas a la raíz.

Pero en México, gobierna un Presidente que opta por culpar a sus antecesores, al sistema económico, a sus opositores, a quienes no concuerdan con su proceder… de un fenómeno en el que es corresponsable. Y, aunque sus causas distan de ser recientes, hoy requieren atención inmediata.

Sin embargo, con total falta de seriedad y compromiso, emite comentarios que provocan no burla, sino indignación. Afirma que tiene su conciencia tranquila, porque trabaja todos los días para garantizar la paz y la tranquilidad, mientras los índices de violencia crecen exponencialmente y ya rebasaron los registrados durante los periodos anteriores a su sexenio, que apenas alcanza los 15 meses.

Es cierto, hay descomposición social y pérdida de valores. La atención que necesitan, con urgencia, no es el decálogo publicado por el Gobierno de México, que no expresa más que lugares comunes y evidencia claramente su ausencia de estrategia.

“Le pido a las feministas, con todo respeto, que no nos pinten las puertas, las paredes”, dijo el mandatario federal, el pasado 17 de febrero. Yo, señor, le pido, con todo respeto, que resuelva con hechos. Basta de palabras inútiles y vacías.

Dice que los delincuentes son seres humanos que merecen nuestro respeto y que el uso de la fuerza tiene límites. Entonces, ¿qué podemos esperar?

¿Qué merecemos quienes no delinquimos, las víctimas de esos delincuentes?

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