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HISTORIA // Crónicas de bar en Morelia: pase, siéntese y aprenda

Por Eduardo Perez Arroyo

Morelia, Michoacán.- Apenas una cerveza y las historias ya comienzan a brotar.

—Estoy crudo —cuenta Lucio desde atrás de la barra—. El domingo corrieron a mi jefe por llegar pedo a su chamba. Celebramos cuatro días.

Resiliencia, palabra de moda. Capacidad de una persona para superar circunstancias traumáticas. El jefe de Lucio, sentencia don Guillermo, tiene mucha resiliencia.

Las tres de la tarde en la noble ciudad. Una hora más que adecuada para intercambiar experiencias e instruirse sobre las verdades de la vida. Al frente, el Acueducto. 

—Para la cruda no hay mejor cosa que el vodka con naranja —enseña don Guillermo, muy serio— porque te emborracha de nuevo y si te emborrachas de nuevo ya no hay cruda. 

Don Guillermo es un hombre sabio. 

Afuera el sol cae como plomo derretido sobre los incautos. Es jueves y hay que trabajar. O volver del trabajo y beber un refrigerio, porque de este lado de la calzada ya está la cantina esperando. Ningún republicano que se precie pasa por aquí sin entrar en La Cantina de Willy. Don Guillermo, que se llama igual que el bar, lo sabe y escupe con desprecio por todos los que andan afuera haciendo cualquier cosa, aun cuando este sitio hay tan buenas mesas y cervezas frías que invitan a conversaciones interminables. 

Al frente, el Acueducto.

Ningún republicano que se precie pasa por aquí sin entrar en La Cantina de Willy. Don Guillermo, que se llama igual que el bar, lo sabe y escupe con desprecio por todos los que andan afuera haciendo cualquier cosa, aun cuando este sitio hay tan buenas mesas y cervezas frías que invitan a conversaciones interminables

Bebemos cerveza y don Guillermo sentencia: 

—La cerveza no es de hombres.

Entonces bebemos vodka.

La cantina está en Acueducto, cerca de las Tarascas, frente a la obra que le da el nombre a la avenida. Pese a su fama, para conocerlo generalmente hay que llegar con alguien que ya conozca porque afuera nada indica que se está a pocos metros del bar mas antiguo de la ciudad. Muchos no lo conocen. Deberían. Todo el mundo debería llegar al menos una vez a probar las patitas de puerco en vinagre y las tortas de chile pasilla. Pero en el exterior sólo hay una puerta que todo el tiempo permanece cerrada, y para algunos el atractivo de otros lugares es más fuerte que la curiosidad de saber lo que hay detrás de esa puerta. 

Si algún curioso tenaz se decide entrar, encontrará el premio: 

una habitación de no más de 45 metros cuadrados, en donde hay varias mesas frente a una barra que parece estar más llena de gente del lado de las botellas que del de las mesas. Uno de esos bares en donde el dueño conoce a los comensales por su nombre, y permite sin problema que algunos pasen a ubicarse detrás del mostrador. Un lugar en el que todos son amigos, y con las precauciones obvias, nadie sería capaz de cometer la indiscreción de desconfiar del prójimo. 

Para conocerlo generalmente hay que llegar con alguien que ya conozca porque afuera nada indica que se está a pocos metros del bar más antiguo de la ciudad. Muchos no lo conocen. Deberían. Todo el mundo debería llegar al menos una vez a probar las patitas de puerco en vinagre y las tortas de chile pasilla.

Desde la barra surgen más historias. 

Los parroquianos —hay ocho en este instante— cuentan que el bar se fundó en 1902, lo que avala la patente original extendida entonces y de la que se enorgullecen todos. Hace años, dice alguien, en la otra calzada existían los famosos Baños del 14, un sauna al que acudían los comensales antes o después de pasar por la cantina. Otro alguien dice: muchos comensales desaparecen durante años, hasta que vuelven un día y encuentran las cosas tal y como las dejaron la última vez. Una voz retoma la historia del comensal que tenía por costumbre llegar temprano, beber un brandy y partir a trabajar, hasta que lo corrieron por llegar ebrio al trabajo y entonces volvió y estuvo cuatro días seguidos celebrando el evento. Don Guillermo cuenta de un cuate que tuvo problemas con su esposa, que le reclamaba por estar bebiendo en el bar antes que dedicándole las sagradas horas al matrimonio. El cuate prefirió divorciarse antes que dejar de venir al bar.

—Si se juntaran y se escribieran muchas historias en el mundo —dice don Guillermo, muy serio— apenas podrían cubrir una pequeña parte de las historias que han sucedido en este bar.

Don Guillermo cuenta de un cuate que tuvo problemas con su esposa, que le reclamaba por estar bebiendo en el bar antes que dedicándole horas al matrimonio. El cuate prefirió divorciarse antes que dejar de venir al bar.

Las cuatro de la tarde y la conversación apenas comienza. Cada botella trae consigo otras miles de historias. En la pared del fondo hay un afiche de cerveza Corona. El neón, que en otras circunstancias hubiese resultado prueba irremediable de mal gusto, aquí cobra sentido y otorga al lugar un aire de los años 50. 

Alguien comenta: un lugar refinado como este no podría andarse fijando en un detalle tan nimio como el paso de las décadas.

Lucio atiende la barra. Don Guillermo camina atrás del mostrador y se atiende a sí mismo. Lucio lo deja y hasta lo ayuda. Don Guillermo ya tiene un nuevo vodka con naranja y comienza otra vez a recordar historias de otros tiempos. 

—Hubo una época en que los bares fueron la principal instancia de socialización—, dice. Entonces, narra, hasta los políticos tenían la capacidad de sentarse en una mesa y conversar con quien fuera. Después llegó la televisión, y después los teléfonos celulares, y otras cosas que no hicieron más que quitarle a la gente las ganas de conversar y aprender del prójimo. De eso —de ese pasado en tono sepia— ya hace décadas. La sana costumbre de sentarse en una mesa a discutir fue reemplazada por acciones mucho menos democráticas, y las conversaciones de bar murieron a manos de esos antipáticos lugares llenos de gente y luces parpadeantes en donde todos se sientan a mostrarse, oír mala música y hablar a gritos.

—Es la modernidad —aporta Lucio.

Por eso, por esa modernidad y esa televisión y esas luces parpadeantes y teléfonos celulares, quienes acostumbran venir a La Cantina de Willy se saben militantes de una causa.

—Los bares de Morelia empezaron a extinguirse en los años sesenta —señala un comensal joven que viene llegando desde el centro Cultural de la UNAM—, cuando el gobernador Agustín Arriaga Rivera empezó a cerrarlos. Por suerte quedan algunos. 

Son los que se resisten a perder ese encanto provinciano que acoge sin complejos a cualquier desconocido que llega por primera vez. Hubo un tiempo en que la gente iba a los bares a aprender. Este bar es uno de esos. 

Al frente, el Acueducto.

Por eso, por esa modernidad y esa televisión y esas luces parpadeantes y teléfonos celulares, quienes acostumbran venir a La Cantina de Willy se saben militantes de una causa.

Don Guillermo dice jamás ha visto a nadie que orine o raye el Acueducto, la obra de arquitectura civil más importante de la ciudad. Archiconocida y expuesta, dice, junto con la Catedral debe ser la construcción más venerada, y resultó decisiva para que el Centro Histórico fuese declarado Patrimonio de la Humanidad. 

Cuando termina de hablar camina hacia atrás de la barra y se prepara otro vodka con naranja. 

Las historias brotan. También la militancia. Alguien dice que este lugar es para gente democrática y republicana, muy distinta a los necios que acuden a esos insípidos locales en donde las muchachas jóvenes se exhiben como en una carnicería. 

—Acá sólo entran algunos —dice don Guillermo—, porque para estar acá se necesita saber conversar y eso no es fácil. 

Por eso los jóvenes no vienen, añade, porque no conversan y porque no se bastan a sí mismos para divertirse. 

—Mejor que se queden afuera. 

Y yo, entre la nebulosa de mi cuarto vodka con naranja, sentencio: las escuelas de todo el mundo deberían enseñar las lecciones de don Guillermo.

Lucio sigue detrás de la barra. Frente a él también hay un vaso de vodka con naranja. Desde la semana pasada viene celebrando el triunfo del Cruz Azul. Dice que no ha dormido más de media hora, pero que primero está la chamba. Lucio es uno de esos profesionales confiables que cumplen la labor aunque llueva, truene o relampaguee. Cuando tiene cruda, dice, bebe vodka. Pienso: Lucio sí estaba en la escuela el día que algún profesor que amaba la vida republicana estuvo enseñando las lecciones de don Guillermo.

Las cinco de la tarde. Afuera, pese a la sombra del acueducto, a esta hora debe haber cerca de 30 grados. Los comensales no se retiran. Aún quedan historias, aún queda vodka con naranja. Don Guillermo me invita a quedarme, después me invita a regresar al día siguiente para terminar las historias pendientes. Yo le digo que sí. Don Guillermo dice: acá uno debe venir todos los días. 

—Por eso ese cuate prefirió dejar a su señora antes que dejar de venir al bar —sentencia don Guillermo—: a la señora uno ya la conoce. Pero, en cambio, en este bar uno conoce el mundo.

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