Después de tanto promocionarlo por todos los medios, apareció la figura máxima del Vaticano en Colombia.
La gente se para en las calles a ver en las tvs de los bares y restaurantes cómo ese anciano sonriente se baja del avión y saluda a un sinfín de políticos, militares y ricachones. En los megabuses de Bogotá, adonde no hay subterráneo, y abunda el smogg, el tráfico, la miseria y toda esa sonada canción eterna que acompaña a las limosnas, en sus pizarrones electrónicos rezan: Bienvenido Papa. Uno viaja hacinado como una sardina, entre raperos que pregonan las injusticias, venezolanos vendiendo chocolatinas, mendigos de toda índole, se baja en una estación adonde las puertas no funcionan y hay que jalar de ellas para que se abran, el aire es irrespirable, o más bien: se respira cáncer, ¡y todos los megabuses saludan al pontífice máximo! Doble heredero de imperios destructores: el romano y los jesuitas, con su toque de humor por ser argentino y austero (¿se puede ser más farsante?), sus lindos discursos que atrapan a los incautos, ¿cómo es posible que un país arrasado gracias al catolicismo, destruida su cultura milenaria, se arrodille ante un señor que representa a una casta probada de pedófilos? ¡No todos! Gritan las señoras con una cruz en el pecho. Cierto, no todos son pedófilos- muchos también son narcotraficantes (en el mismo Vaticano ha habido muchos escándalos de cocaína a las alturas de los cardenales- el paso previo al papado) y muchos otros se encargan de lavar dinero. La historia no se cansa de probarnos el mal eterno que es la iglesia -que no merece mayúscula. Desde su complicidad con el nazismo, hasta el latrocinio en las Américas.
Y en Colombia, adonde faltan las infraestructuras más básicas, adonde la gente durmiendo en la calle y la mendicidad son moneda corriente, se celebra por todo lo alto la venida de este señor oficialmente disfrazado de representante de dios. Se distribuyen volantes por la calle para explicar las calles que se van a cortar, cómo van a funcionar diferente los servicios públicos, y quieras o no (porque yo no quisiera) te enteras de que esta estafa mayor, esta continuidad sempiterna de la gloria mutante de los Romanos, continúa dominando algunas partes del mundo, esas partes adonde la ignorancia reina y la pobreza abunda.
En el museo del Oro de Bogotá se revela una civilización muy superior a la actual. Una civilización que fue saqueada, aplastada, humillada y extinta por esta figura que hoy se venera hasta en los megabuses de una de las ciudades más polutas del mundo. Todo el país se empapela con la figura de este viejo que cuando sonríe yo no puedo dejar de ver a un viejo verde que se ríe del mundo. Y cuando la gente invoca sus bonitos discursos: sencillos y de buen tono, me quedo pensando en el chamuyo argentino, ese magnífico arte del verbo, tan bien manejado por este sumo timador.
Inútil decir que la historia se repite una y otra vez. Ya ni como tragedia ni como comedia. La historia se repite cual loop mecánico, cual rock cristiano en la radio de cualquier taxista, adonde las masas se postran ante una figura que imaginan mesiánica, cuando no es más que el verdugo de las naciones, el protector de los violadores, el portador de la mentira oficial.
Observando las muchas iglesias y catedrales que aún se conservan -porque llegará el día que se conviertan en discotecas y salas de cine-, me hacen recordar a los Romanos: ellos conquistaban con la sangre, y esta mutación conquista con la mente. ¡Qué audacia! ¡Qué organización! ¡Mejor que los bolcheviques! Una celeridad para que no falten por doquiera camisetas con su rostro, ni llaveros, ni folletos, ni cruces de plástico.
Nietzsche no pudo acabar con ellos a pesar de cansarse de argumentar con tanto estilo y cultura. Le faltó el capital milenario que sostiene a la gran farsa que es la iglesia.
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