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#OPINIÓN // La política anticientífica de López Obrador

Jacques Coste

Uno de los temas que ha ocupado las primeras planas durante los últimos días es la acusación de Conacyt y la persecución de la Fiscalía General de la República (FGR) contra 31 académicos por presuntas operaciones con recursos de procedencia ilícita, delincuencia organizada y peculado. 

El hecho en sí mismo es muy grave, ya que pone de manifiesto la discrecionalidad con que se maneja el fiscal Alejandro Gertz, quien busca imputar delitos que implican prisión preventiva oficiosa a científicos. Si la directora actual del Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla, encontró irregularidades en la gestión de recursos públicos destinados al desarrollo de ciencia y tecnología en administraciones anteriores, que se investiguen. 

Nadie está en contra de ello, pero una cosa es que se emprenda una indagatoria justa, transparente y proporcionada, y otra cosa es que se lance una auténtica persecución, desproporcionada y facciosa, contra los supuestos delincuentes. Una cosa es que se inicie una pesquisa sobre el mal manejo de recursos públicos y otra cosa bien distinta es que se les dé trato de narcotraficantes o terroristas a académicos que se desempeñaron en cargos públicos.

El oficialismo se ha encargado de atacar a quienes han criticado la actuación de Gertz y Álvarez-Buylla, arguyendo que es absurdo pedir que no se investigue a los académicos por el simple hecho de que son académicos. Esto es una falacia absurda. Lo que se pide no es que cese la investigación; lo que se demanda es que ésta sea justa y transparente, que no se politice la justicia y que se respete el derecho de presunción de inocencia.

No se critica al fiscal Gertz por investigar este caso en particular; se le critica por priorizar un caso de posible manejo irregular de recursos públicos por encima de casos gravísimos de crimen organizado, corrupción, tráfico de influencias y violencia. 

Se le critica, también, por su pésima gestión al mando de la Fiscalía, que ha estado marcada por el servilismo ante el Poder Ejecutivo en la gran mayoría de los casos. El fiscal se ha plegado ante el presidente López Obrador y le ha seguido el juego de desactivar y reactivar el caso Odebrecht y las acusaciones de Emilio Lozoya según convenga a los intereses políticos de Palacio Nacional y a los objetivos electorales de Morena. 

En los pocos casos en los que el fiscal Gertz ha mostrado autonomía no ha sido para emprender investigaciones ambiciosas sobre las redes estructurales de corrupción del aparato político mexicano. Mucho menos han sido pesquisas para desarticular a organizaciones criminales. 

Por el contrario, han sido venganzas personales, como la persecución a la viuda y las hijastras de su hermano o, en este caso de los 31 científicos, una vendetta absurda, posiblemente motivada por su resentimiento contra los verdaderos académicos, por su limitación intelectual, la pobreza de sus escasas obras escritas y las críticas que sufrió por parte de la comunidad académica motivada por el flagrante plagio que cometió en su principal texto publicado. 

No contento con haber logrado el ingreso al nivel 3 del Sistema Nacional de Investigadores por la fuerza, por un ejercicio indebido y excesivo de su poder y por la complicidad de Álvarez-Buylla, ahora, el fiscal Gertz busca cooptar e intimidar a la comunidad académica con esta excesiva persecución. 

Insisto, todo esto es de por sí preocupante en sí mismo. Sin embargo, es aún más alarmante si se toma en cuenta que no se trata de un hecho aislado y espontáneo. Tampoco se trata de una conducta exclusiva de la Fiscalía. Más bien, este hecho se enmarca en la política anticientífica del gobierno federal. 

Esta política anticientífica ha consistido, básicamente, en cuatro elementos: 

  1. Recortes presupuestarios al desarrollo científico y tecnológico, incluida la desaparición de los fideicomisos, que eran un elemento clave para la captación y el aprovechamiento de recursos para desarrollar proyectos de investigación. 
  2. Manejo discrecional de los pocos recursos existentes, por ejemplo, el amplio financiamiento que ha recibido el proyecto “Democracia, Culturas Políticas y Redes Sociodigitales en una era de Transformación Social”, dirigido por John Ackerman. 
  3. Precarización laboral de los académicos, incluidos los ajustes legales a su régimen laboral y las modificaciones de las cátedras Conacyt. 
  4. Una retórica de condena a la academia y la intelectualidad. 

Llama la atención que una de las principales promotoras de este discurso de condena a la academia es la propia directora del Conacyt, quien retrata a los investigadores como personas privilegiadas, lejanas a los problemas sociales que aquejan al país, que simplemente aprovechan el financiamiento público que reciben para beneficio personal.

Sin embargo, el máximo impulsor de esta retórica anticientífica es el presidente López Obrador. Una vez más, el obradorismo ha intentado defender a su líder con una falacia: “¿Cómo es posible que Andrés Manuel ataque a los intelectuales si él mismo es un intelectual, autor de más de veinte libros? ¿Cómo es posible que ataque a la academia si está casado con una investigadora? El ataque se dirige solamente contra las viejas élites intelectuales, no contra la intelectualidad en sí misma”. 

Esto es falso. La retórica de AMLO es contraria a todo lo que representan la academia y el trabajo intelectual: el debate y el pluralismo, a diferencia del aplauso y la homogeneidad que tanto gustan al presidente; el pensamiento crítico y la duda sistemática, en contraste con el acatamiento ciego que se pide en Palacio Nacional; las ideas complejas, en contraposición a los dogmas y la simplificación maniquea del obradorismo; la necesidad de sustentar argumentos, en oposición a los juicios sumarios sin fundamento de las conferencias mañaneras.

Además, López Obrador no sólo detesta todo lo que representa la academia, sino que se refiere con desprecio a quienes forman parte de ella. Por ejemplo, asegura que no le dice “doctora” a Olga Sánchez Cordero, sino licenciada, ya que “es un título elitista y doctores sólo son los médicos”. También sostiene que quienes estudian en el extranjero, así sea en las universidades más reputadas, solamente aprenden “malas mañas”. 

Y aquí viene lo más preocupante de todo: la política anticientífica y la retórica antiacadémica se podrían institucionalizar pronto, con la aprobación de la nueva Ley General de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación, que busca minar la autonomía de los investigadores pertenecientes a instituciones públicas y alinear sus proyectos a los intereses del Estado. 

Entre tanto ruido mediático y tantas declaraciones escandalosas, la destrucción del aparato público de fomento científico y cultural ha pasado desapercibida, pero será uno de los legados más funestos del gobierno de López Obrador.  

Jacques Coste.
Consultor político, ensayista e historiador. Twitter: @jacquescoste94

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