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#OPINIÓN // La geopolítica de los imperios indígenas antes de la llegada de Cristóbal Colón

Por Metapolítica

Cuando Cristóbal Colón dirigía sus naves cruzando el Atlántico, al salir del puerto español de Palos, cercano a Cádiz, patrocinado por la Corona española, su objetivo era eminentemente comercial, ya pretendía agilizar el intercambio de mercancías con la península de la India y el reino de Castilla. Fueron una serie de factores derivados del clima y de la navegación lo que llevó a Colón y a sus naves a tocar tierras del “nuevo mundo”.

En ese mismo momento, dos imperios regían la vida de más de 25 millones de personas en la América Precolombina: los Aztecas, en Mesoamérica, y los Incas en el Perú y la meseta de Los Andes. Ambas sociedades llevaban vidas sofisticadas en sus ciudades y pueblos y producían un elaborado entramado de objetos y monumentos. Dentro de cada imperio había gente con diferentes lenguas y tradiciones; los mixtecas, los zapotecas, los guaraní, los chocho y los cañari, sólo por nombrar a unos pocos, hicieron vida en los espacios definidos por las capitales como Tenochtitlán y Cuzco, y su existencia estaba marcada por una compleja red comercial y de política local.

De hecho, contaban con grandes avances urbanos y tecnológicos acorde a las características naturales de sus territorios, con ciudades flotantes como Tenochtitlán, que contaba incluso con red de agua potable y de drenaje, y con emplazamientos a gran altura como Machu Picchu, con sistemas de producción agrícola a más de dos mil 500 metros de altura. Lo paradójico era que ambos imperios casi no se conocían y llegaron a tener poco contacto entre sí.

La compleja sociedad indígena precolombina había forjado también grandes avances en materia de conocimiento a través de su propia narrativa oral, que a su vez estaba animada por la práctica ritual. Por ejemplo, la ciudad de Teotihuacán fue abandonada unos siete siglos antes de la conquista y colonización europea. La que antaño había sido la ciudad más poblada y con las estructuras más grandes de Norteamérica, era una ciudad fantasma en 1521 cuando Hernán Cortés y sus aliados marcharon sobre los aztecas. A pesar de todo, las ruinas de esas pirámides no habían sido olvidadas. Los aztecas llamaban a Teotihuacán “la ciudad de los dioses”, haciendo referencia a quienes creían responsables de tales logros arquitectónicos, y cada veinte días el rey azteca y sus sumos sacerdotes hacían una peregrinación ritual al lugar.

Los incas contaban con una amplia red de caminos que discurría a lo largo de 30 mil kilómetros de tramos que abarcaron áreas de hasta seis países sudamericanos: Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Ecuador y Colombia. Muchos tramos fueron la base para la construcción de las carreteras modernas.

Los hombres que habitaban el territorio americano guardaban la memoria de sus pueblos de diversos modos. Los aztecas utilizaban códices para guardar sus recuerdos escritos. Los historiadores los estudiaron para conocer en detalle muchos aspectos de la vida de esta civilización.

Los códices eran realizados por los sacerdotes y solamente ellos tenían acceso a estos libros. Sin embargo, hay muy poca información sobre los autores. De hecho, no se sabe si pintaban en los templos o lo hacían en sus casas. Las crónicas hablan de que existían grandes depósitos de libros, donde se guardaban los documentos del imperio. Como nadie excepto los sacerdotes tenían accesos a los códices, los reyes y nobles indígenas consultaban a los sabios acerca del contenido de los libros pintado. 

Los incas, por su parte, habían desarrollado un sistema de control de las cuentas del Estado a través de los quipus (del quechua khipu). Los quipus eran cordeles que solían estar hechos de algodón o lana a base de pelo de llama o alpaca, estos se coloreaban y se anudaban. Una vez hecho los hilos se codificaban en valores numéricos siguiendo un sistema posicional de base decimal. Esta herramienta permitía llevar registros y la contabilidad. Por ejemplo, con un quipu se podía conocer cuántos granos de maíz se almacenaban, cuántos soldados había en el imperio, cuántas personas nacían o morían. Había un funcionario encargado de descifrar estos mensajes que se llamaba quipucamayor

Los españoles entendieron bien que la conquista cultural del territorio pasaba forzosamente por la destrucción de los simbolismos de la cultura y la religión de las civilizaciones prehispánicas. 

Cuando Colón pisó tierra en las islas Bahamas no se imaginaba que detrás de los primeros pobladores isleños con los que tuvo contacto subyacía una extraordinaria civilización, amalgama de astrónomos, matemáticos, poetas y pensadores, creadores de una de las ciudades más bellas que hayan existido jamás –Tenochtitlan–, más grande que el Londres de la época o incluso que el propio París.

El pueblo azteca (es más correcto llamarlo mexica) ha sido probablemente la civilización mesoamericana más grande con diferencia a cualquier otra que pervivía en sus tiempos, con las respectivas diferenciaciones de los mayas y teotihuacanos. Para ser un pueblo que no conocía los beneficios de la rueda, iban a una velocidad impresionante por los meandros de la historia.

Vasallos de los tepanecas allá por el siglo XIV, con una perentoria demanda de agua dulce en franco progreso, se alzaron contra sus crueles caciques y en una revuelta extremadamente sangrienta, mataron a millares de ellos. El imperio azteca tuvo su bautizo de sangre, y con sangre siempre simbolizaron todos sus momentos más épicos, en los poco más de 93 años de existencia del imperio.

Aproximadamente cincuenta años antes de que llegaran los enlatados hombres barbudos, el Imperio azteca (mexica) ya tenía 25 millones de almas, una cifra similar a la del país de donde venían los españoles; y no solo eso, sus obras de ingeniería civil eran admiradas por propios y extraños. La ciudad lacustre de Tenochtitlan y su famoso acueducto de cinco kilómetros, eran un prodigio de ingenio y osadía. Los cultivos por el método rotatorio de las chinampas daban una altísima productividad y abastecían permanentemente a la población. La educación era obligatoria y gratuita, y el nivel de la misma ponía en entredicho a romanos y árabes dejándolos en un indecoroso lugar. 

El Imperio azteca controlaba gran parte del territorio de Mesoamérica, desde Guatemala al sur, hasta el estado de San Luis Potosí al norte del actual México. Su método de control se basaba en el tributo y reconocimiento al gran Tlatoani, el señor de Tenochtitlan. Sin embargo, en el interior del imperio eran constantes las rebeliones de totonacas, los chichimecas y los tlaxcaltecas. Ocurría que los súbditos de los Acamapichtli, Moctezuma y otros reyes emperadores, no paraban de hacerles averías con sus guerras floridas que no consistían en otra cosa que ir a visitar a sus vecinos, capturarlos vivos, extraerles el corazón y entregárselo a su dios perenne, Huitzilopochtli, el dios patrono guerrero distintivo de los mexicas. Algunas de las rebeliones más exitosas fueron la del Imperio purépecha, con base en los estados de Michoacán, Guanajuato, Guerrero y Jalisco, quienes lograron someter a raya a las hordas aztecas, pero que también pagaban tributo al emperador. Hernán Cortés se encargaría de dar fin a las prácticas guerreras de los aztecas, y lo lograría apoyándose en las rebeliones intestinas del imperio y con el respaldo de la traición de varios actores indígenas que optaron por ser testigos de la caída del Imperio de Tenochtitlan: la alianza del pueblo tlaxcalteca a los conquistadores españoles y el papel de la Malinche, la intérprete y esclava sexual de Cortés.

En el sur la cosa no era diferente. En el Siglo XIII, los incas provenientes del altiplano peruano (que debieron movilizarse luego de un enfrentamiento con la cultura aymara) se asentaron en Cusco. Una vez asegurada la soberanía de la ciudad se prepararon para comenzar desde ahí la expansión del imperio que en su apogeo logró extenderse por dos mil 500 km² a través de las tierras que hoy pertenecen a Perú, Bolivia, Chile, Ecuador, Argentina y Colombia.

En la cima de la escala social incaica se encontraba el Inca, hijo de Inti, el dios Sol, y que por orden divina debía gobernar el Tahuantinsuyo (la base territorial del imperio). La única manera de llegar a convertirse en Inca era formando parte de la línea de sucesión sanguínea, pues el cargo era hereditario. Bajo la figura del Inca se encontraba la Ayllu Panaca, grupo formado por la familia directa del Inca. Entre sus miembros estaba el Auqui o heredero del imperio, quien gobernaba junto a su padre mientras era preparado para asumir el mando del Tahuantinsuyo una vez que el Inca regente falleciera. En este escalafón también se encontraba la Coya, esposa principal del Inca e hija de la Luna, dedicada al hogar de la realeza. Todos estos perfiles mencionados formaban parte de la realeza, pues compartían lazos sanguíneos directos con el Inca.

En total fueron 13 Incas los que gobernaron el Tahuantinsuyo, siendo Manco Cápac el primero de ellos y el último Atahualpa Cápac, tras la llegada de los españoles al continente. Pachacútec Yupanqui, el noveno Inca, fue uno de los más importantes emperadores en la historia del Tahuantinsuyo debido a su trabajo en la expansión del territorio Inca a través de la conquista de otras etnias como los ayarmacas, los chancas y los suyos. Al mismo tiempo, otros pueblos se unieron pacíficamente al imperio como los cotanera, omasayo, cotapampa y aimarae.

El Inca Pachacútec es quien ordenó la construcción de la mítica Ciudadela Inca de Machu Picchu. Tras la muerte de Huayna Cápac, sus hijos Huáscar y Atahualpa (medio hermanos) se enfrentan en una guerra por el poder del Tahuantinsuyo. Si bien Huáscar había sido nombrado como nuevo Inca, su relación con Atahualpa (que para entonces había sido nombrado gobernador de Quito) se fue deteriorando con el tiempo y acabó con un conflicto armado entre ambos. Atahualpa fue el vencedor y se proclamó como el emperador de todo el territorio inca.

Tras este conflicto interno en donde el Tahuantinsuyo quedó debilitado, los españoles hacen su aparición en tierras incaicas. Al mando de Francisco Pizarro, la colonia española llegó a Cajamarca, ciudad en que se encontraba el Inca Atahualpa. Una vez aquí, lo tomaron como rehén para posteriormente negociar la liberación del líder Inca. A cambio del Inca, sus captores exigieron una habitación llena de oro, petición que fue cumplida, pero aún así los españoles no cumplieron con el trato y Atahualpa fue asesinado, siendo así el último Inca del Tahuantinsuyo.

Si bien los enviados por la corona nombraron a tres Incas tras el asesinato de Atahualpa, ninguno es realmente considerado un líder incaico, pues actuaban bajo el mando de los españoles. En un último intento por rebelarse contra la Corona española, Manco Inca estableció un nuevo imperio en Vilcabamba. Esta rebelión terminaría en 1572 con la muerte de Túpac Amaru a manos de los españoles, lo que dio por finalizado el Imperio inca de manera definitiva.

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