Jacques Coste
Ya es un lugar común sostener que la violencia está normalizada en México, que nos hemos acostumbrado a vivir con ella, que ya nada nos conmueve, nos estremece y nos indigna, que las masacres, las desapariciones y los feminicidios ya no nos espantan; en fin, que los mexicanos hemos generado anticuerpos ante la brutal realidad en que vivimos.
Los análisis de seguridad pública son útiles para generar políticas para combatir el crimen y aportan elementos valiosos a la discusión, pero no bastan para comprender integralmente el fenómeno de la violencia. Del mismo modo, quienes visualizan nuestra violencia —sí, nuestra, de todos los mexicanos y mexicanas— como una “ola” se quedan muy cortos, pues desestiman el carácter estructural del fenómeno.
Sin embargo, la realidad es que la violencia es una condición estructural de la vida de los mexicanos (y más aún de las mexicanas). Como han argumentado Natalia Mendoza, Claudio Lomnitz y Fernando Escalante, la violencia es el eje articulador de buena parte de nuestras relaciones sociales.
Mientras no se reconozca esto, seguiremos cayendo en lugares comunes y propuestas vacías, como: “Hay que atender la violencia desde sus causas”. ¿Y cuáles son esas causas? ¿Alguien lo sabe a ciencia cierta? Se suele decir que la pobreza y la desigualdad. No dudo que desempeñen un papel importante, pero no son las únicas variables.
Pero, al mismo tiempo, debemos comprender, de una vez por todas, que la violencia —así, en genérico— articula los vínculos sociales de los mexicanos.
Y para comprender esto, para abrir los ojos ante esta tremenda realidad, vale la pena leer dos novelas de la escritora veracruzana Fernanda Melchor: Temporada de Huracanes y Páradais. Ambas novelas, en las que percibo un toque de realismo mágico, dan cuenta de la violencia como presencia permanente y protagónica en el entorno social de los mexicanos.
En ambas obras, Melchor otorga una profundidad tremenda a los personajes, que en ocasiones interpelan directamente al lector. Estos personajes son desde un adolescente ricachón, obeso y acomplejado en un fraccionamiento de lujo, hasta una joven abusada y embarazada por su padrastro que huye de su casa en un pueblo del sureste mexicano; desde un jardinero harto de tener que trabajar por horas y horas bajo el sol inclemente, que llega a su casa a dormir en un incómodo petate solamente para despertar al día siguiente y repetir la misma horrenda rutina, hasta una “bruja” travesti que asiste a las mujeres de su pueblo a interrumpir embarazos no deseados.
La violencia de un hombre que, bajo la coerción de los miembros de un cártel, comete un asesinato; pero también la violencia de otro hombre que sueña con asesinar a su amigo, que secretamente le despierta deseos sexuales que le recuerdan que no es tan macho como le gustaría. La violencia de unos policías municipales que obtienen confesiones mediante torturas; pero también la violencia de una madre que nunca quiso tener a su hijo, por lo que lo maldice y lo desprecia en cada oportunidad que tiene.
La violencia que los traileros ejercen sobre las prostitutas de un burdel que está en las orillas de una transitada carretera, a quienes tratan como si fuesen desechables. La violencia que unos jóvenes ejercen sobre una señora para buscar los supuestos tesoros que, según los chismes del pueblo, escondía en su casa.
La violencia que roba y mata. La violencia que humilla y veja. La violencia que lastima la carne y los sentimientos. La violencia como mecanismo de defensa, como arma de ataque, como boleto de entrada para pertenecer a un grupo, como ticket de salida para abandonar una realidad miserable, como pilar de una familia y hasta como instinto de supervivencia.