Jacques Coste
Quizá el legado más nefasto que el gobierno del presidente López Obrador dejará cuando concluya su sexenio será una tremenda regresión en materia de educación pública en todos los niveles: desde la desaparición de las escuelas de tiempo completo hasta la arbitrariedad de la actual directora de Conacyt; desde la abolición de la reforma educativa del sexenio pasado hasta el desinterés completo por reabrir las escuelas durante la pandemia; desde los ataques retóricos contra la UNAM y la UdeG, o la imposición de un director espurio en el CIDE, hasta los más recientes anuncios de cambios sustantivos en los libros de texto y en los programas educativos; desde la cancelación de las evaluaciones a los profesores hasta el nombramiento de una secretaria de Educación Pública con un historial de delitos electorales en su haber.
Algunos podrán objetar que nuestro sistema de educación pública era muy endeble, tenía deficiencias estructurales importantes y llevamos años sin que el gobierno federal tenga un compromiso real con la agenda educativa. Todo ello es cierto. Por eso, preocupa tanto que la administración del presidente López Obrador se las haya ingeniado para deteriorar y descomponer aún más el andamiaje educativo mexicano.
Es, por decir lo menos, contradictorio que un gobierno cuyo mantra es “Primero los pobres” ejecute una política educativa tan pobre y tan regresiva. También resulta contraintuitivo que un presidente al que le agrada colocar la palabra “bienestar” como supuesto sello de calidad de todos sus programas no tenga interés en la educación pública, toda vez que normalmente ésta es una de las prioridades en la agenda de los partidos socialdemócratas que promueven un auténtico Estado de bienestar.
Sin embargo, ése es el presidente López Obrador, un personaje lleno de contradicciones y claroscuros. Por eso, discrepo de quienes arguyen que la regresión educativa que ha emprendido este gobierno responde a cuestiones ideológicas. En realidad, el presidente López Obrador no es precisamente un ideólogo. Salvo el nacionalismo energético y una marcada preferencia por el pueblo y lo popular, hay muy poca consistencia en sus planteamientos y argumentos.
Uno puede comprobar esto al leer los libros que ha publicado el presidente: ahí no hay posicionamientos ideológicos ni debates filosóficos. Más bien, hay reflexiones morales sobre nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro.
En la visión del presidente, ese pasado se interpreta sin rigor histórico alguno. Ese presente se dibuja como un choque entre un proyecto de nación moral (la cuarta transformación) y uno inmoral (el modelo neoliberal). Y ese futro se proyecta como un porvenir esperanzador y de purificación, siempre y cuando haya continuidad en el proyecto de regeneración nacional.
Incluso, la desconfianza de López Obrador hacia quienes buscan incrementar su riqueza y hacia el modelo neoliberal proviene de prejuicios morales, al igual que su predilección por los modos de vida tradicionales y provincianos.
Ahora bien, también hay quien tacha de “ideologizados” a la directora del Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla, y al director de Materiales Educativos de la SEP, Marx Arriaga, quienes son los dos principales artífices de la regresión educativa que estamos viviendo. No estoy seguro de que ese sea el calificativo correcto para describirlos.
Más que un amplio bagaje ideológico, veo en ambos personajes un gran resentimiento y un afán de querer quedar bien con el presidente y su esposa, al repetir sus peroratas patrioteras y reproducir el discurso antineoliberal. Sobre todo, observo en Álvarez-Buylla y Arriaga unas ganas irresistibles de querer exprimir hasta la última gota de poder de los cargos públicos que detentan, los cuales en otros gobiernos eran puestos más o menos grises y burocráticos.
Sostengo que estos dos personajes carecen de ideología y agenda programática porque no detecto consistencia en sus planteamientos ni un horizonte claro al cual pretendan llegar con sus acciones y decisiones. Álvarez-Buylla suele justificar todas sus decisiones (ya sea colocar a su compadre como director del CIDE o perseguir penalmente a científicos renombrados) alegando que responden al deseo de combatir “la ciencia neoliberal” y recuperar “los saberes populares”.
Por su parte, Arriaga parece tener un gran gusto por todos los adjetivos que lo hagan parecer un hombre de izquierda. Por ejemplo, al justificar la decisión de rediseñar los programas escolares, declaró: “Podría señalar centenares de problemas sociales que el modelo neoliberal, meritocrático, conductista, punitivo, patriarcal, racista, competencial, eurocéntrico, colonial, inhumano y clasista ha generado”.
Entonces, si la destrucción educativa no responde a criterios ideológicos, ¿a qué se debe? Se debe, principalmente, a la concepción moral del pasado, el presente y el futuro de México que sostienen el presidente y sus subalternos. Del pasado, en el sentido de que “todo lo que se hizo durante el período neoliberal está mal y hay que corregirlo”. Del presente, porque nuestros niños, niñas y jóvenes no requieren conocimientos sólidos o una formación académica seria; basta con que posean conciencia social y valores éticos. Y del futuro, porque no interesa que la educación pública sea un vehículo para la movilidad social ascendente y una ciudadanía cada vez más informada; lo que importa es purificar la vida pública nacional.