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Testimonio directo de un superviviente del horror nazi llamado Auschwitz

A sus 91 años, Moshé Haelion, “el papagallo” (así se califica él mismo medio en broma cuando enumera todos los idiomas que sabe hablar: griego, inglés, español, ladino, francés y algo de alemán) recita de carrerilla y sin dudar lo más mínimo, los días, las horas, los nombres y las conversaciones que vivió durante 21 meses aquel mastodóntico infierno de hierro, nieve y huesos llamado Auschwitz-Birkenau.
Este cuerpo menudo y resistente, arrastra los pasos y con ellos su historia: el ser uno de los pocos supervivientes que vive para contarlo. Repasa su lista mental sin cansarse, sin mezclar la cronología de los hechos. Respeta los tiempos como ocurre en cualquier manual de Historia Contemporánea Universal, en este caso, sus memorias.

El mismo método que siguen todos los testimonios que recoge ‘La Shoá por balas: las ejecuciones en masa en la Europa del Este’, la exposición que el Centro Sefarad-Israel y la asociación francesa Yahad-In Unum han organizado en su sede de Madrid y que podrá verse hasta el próximo 29 de febrero.
Les habían dicho a los judíos que serían trasladados a otro campamento. Luego, de repente, las carreteras giraron hacia el bosque. Cuatro motociclistas los seguían. Estas personas desafortunadas comprendieron que algo les iba a suceder. Comenzaron a gritar”. Las palabras de Afanassia, nacida en 1916 en Pogorila, región de Vínnystia, Ucrania, muestran los diez años de investigación, 3.600 entrevistas a testigos y más de 1.350 sitios de asesinatos judíos que la organización gala del padre Patrick Debois ha documentado y estudiado desde su fundación, en 2004.

Bielorrusia, Lituania, República de Macedonia, Moldavia, Rusia, Polonia o Ucrania, son algunos de los países que aún guardan en secreto las fosas y asentamientos de la masacre judía que los Einsatzgruppen (“grupos operativos” nazis) allí ejecutaron. “En Polonia vivían más de tres millones de judíos, en los Estados Bálticos habitaban 260.000, y más de la mitad de los tres millones de judíos con los que aproximadamente contaba Rusia se hallaban en la Rusia Blanca, en Ucrania y en Crimea”, enumeraba Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, su amplio estudio sobre el origen y la evolución de este fenómeno.

La falsa tierra prometida

El engaño de los nazis que vio Afanassia también lo notó Moshé, que abandonó su Salónica natal en 1943. La invasión alemana en Grecia, que comenzó el 6 de abril de 1941 junto con las fuerzas italianas y búlgaras, las persecuciones, el hambre y la inflación económica, fueron los motivos que movieron a la familia Haelion a coger un tren con destino a Polonia, o eso creían.

Las ilusiones de retomar los estudios, encontrar un buen trabajo y un nuevo hogar se desvanecieron en el mismo instante en el que sus zapatos pisaron el andén de aquel destino. “Los vagones no eran de personas, sino de animales y allí íbamos 80 u 85 personas. Cada vagón tenía dos ventanas pequeñas (dibuja un cuadrado minúsculo de las mismas) y había un barril, que era donde la gente hacía sus menesteres. Estuvimos seis días en ese tren y cada dos días nos dejaban bajar a tomar agua. Comer no daban. A los seis días nos dijeron, ¡esta noche vamos a llegar a Cracovia! Y a medianoche llegamos a una estación. El tren se paró. Se abrieron las puertas y vimos un campo muy grande, iluminado. Parecía de día”.

Una voz que salía desde un megáfono les comenzó a dar indicaciones. El desconcierto y la desubicación se apoderó de los recién llegados. “¡Bajad todos y dejad las cosas en los vagones! Entonces vinieron unas personas vestidas con rayas. Subieron a los vagones y empezaron a arrojarlo todo. La gente empezó a gritar: ¡Esas cosas son mías! y nadie decía nada”. Ahí comenzó el infierno. “No sabíamos dónde estábamos, pensábamos que estábamos en Cracovia, pero estábamos en Auschwitz, aunque eso lo descubrimos más tarde”.

Separación familiar

Lo primero que les chocó fueron las normas que allí les impusieron. “Nos bajamos al campo y nos dijeron que nos dividiéramos en cuatro grupos. Los ancianos y niños de 12 a 16 años en un grupo. El segundo grupo era de hombres que podíamos trabajar, y fuimos mi tío y yo. Las mujeres con criaturas y las ancianas en el tercer grupo, y las mujeres sin criaturas que podían trabajar estaban en el cuarto grupo. Mi hermana, que tenía 16 años y medio, podía trabajar, pero pensamos que era mejor que se fuera con las mujeres de la familia. Sin saberlo, en ese momento, la condenamos a muerte. A todos ellos les llevaron en camiones directamente a las salas de gas que había en Birkenau, y allí los exterminaron la misma noche que llegamos“.

Nina, su hermana pequeña, se volvió humo. “A mi hermana Nina/ que bestias muy infames/ al Lager cuando vino/ la ardieron en las flamas“, es el poema que él mismo compuso a su hermana tiempo después.

Junto con su tío, que también moriría como su madre, sus abuelos y sus primos, intentó sobrevivir y mantenerse fuerte. “El débil no podía trabajar y por tanto vivir”. Arbeit macht frei (El trabajo hace libre), como anunciaba el cartel de bienvenida del campo.

Lecciones de griego pagadas con pan

Lo que nunca llegó a pensar es que el griego podía ser su vía de salvación, algo que descubrió por casualidad un día en el hospital. Tras una dolorosa y primitiva operación de oído, “me quitaron parte del hueso con un martillo y un clavo”, comenzó a hablar con un prisionero polaco “con las manos, porque no nos entendíamos”, pero poco a poco intercambiaron palabras sueltas e intereses. “Me dijo que quería aprender griego moderno. Le enseñé a decir agua, niño, niña, y cada vez me daba un trozo de pan. Fue un milagro para mí encontrarle, porque era más de lo que te podían dar allí”, recuerda con emoción.

Pequeñas migas (250 gramos era la ración que repartían) que intentaban saciar esa hambre crónica “desconocida por los hombres libres, que por la noche nos hacen soñar y se instala en todos los miembros de nuestro cuerpo“, como describía Primo Levi en Si esto es un hombre.

Igual que hizo el escritor, Moshé nunca se doblegó a la derrota ni siquiera en las horas bajas, porque no quería entrar en el grupo de los “hundidos”, sino en el de los “salvados”, como dividía el propio Levi en sus páginas. “Con los adaptados, con los individuos fuertes y astutos, los mismos jefes mantienen con gusto relaciones, a veces casi de camaradas, porque tal vez esperan obtener más tarde alguna utilidad. Pero a los ‘musulmanes’, a los hombres que se desmoronan, no vale la pena dirigirles la palabra, porque ya se sabe que se lamentarán y contarán lo que comían en su casa“.
Cuando recuperó la audición volvió a trabajar con un nuevo Kommando (grupo de trabajo), y sus condiciones fueron mejores que la primera vez. “Uno de los hombres que te ponían en el kommando era de Salónica. Era más pequeño que yo y no lo conocía, pero le dije que me mandaran a las escuela de maquinistas. Todo aquel invierno estuve en la escuela, no salí fuera. Aprendí cómo se hacía el ladrillo, cómo se ponía el cemento. En abril de 1944 nos pusieron a trabajar con polacos y les traíamos ladrillo o cemento. Y así pasaron los meses”.

Nómadas en desiertos helados

Un año más tarde comenzó su travesía nómada por el gélido desierto nazi. De Auschwitz a Mauthausen (Austria) y de ahí a Ebensee (Austria). “El 21 de enero de 1945 vinieron los alemanes y dijeron ¡Salid todos!. Dos filas de soldados nos concentraron en el campo. A 20-30 grados bajo cero empezamos a caminar. Había gente que no podía moverse y caía, y a quien no podía más lo mataban. Todo el tiempo oías los tiros, ¡pam, pam!” (hace de su mano una pistola). Se desarma y sigue. “Después de dos días llegamos a una estación de tren. Nos metieron en un vagón y no había agua, quien quería beber se metía la nieve en la boca. Al cabo de tres días llegamos al campo de Mauthausen”.

Fue allí cuando después de mucho tiempo de silencio, alzó la voz ante la dictadura y la primera persona se impuso al resto. “Dije que me quería ir y me mandaron con otros a Melk (80 km oeste de Viena). Ahí trabajaba en una fábrica de municiones, donde no habían condiciones. Estuve hasta abril de 1945. Luego llegué al campo de Ebensee. Preguntaron ¿Hay españoles? y respondí: ¡Yo soy español!. Por eso me metieron en un kommando nuevo, mejor. Trabajábamos en una estación de tren, donde había arroz y más alimentos. Todo lo que veíamos nos lo metíamos en la boca. Un mes hasta comí carbón de tren”.

El sabor agrio de los restos y cenizas de dicha maquinaria de destrucción masiva desapareció en mayo. “El 5 de ese mes oímos que Hitler había muerto. Por la mañana fuimos a la entrada del campo. Allí se encontraba la plaza donde contaban a las personas. Esperamos, esperamos, y a mediodía entraron tres tanques americanos. Quién podía los tocaba para ver si eran de verdad. Unos lloraban. Otros gritaban, y después todos nos juntamos con nuestros grupos. Los polacos cantaban el himno polaco. Los griegos cantamos el himno griego. Así fue la liberación”.

71 años después de aquello, Moshé ha vuelto en repetidas ocasiones a caminar por la tierra de Auschwitz, más árida dice, que lo que recuerda por aquel entonces. La primera vez fue en 1987, cuando recorrió con un grupo de compatriotas griegos los distintos caminos. Luego vinieron muchas más. “He estado varias veces, 15 más o menos, pero la primera fue sin mi voluntad”, ironiza. Levanta la vista, sonríe, estrecha su mano con ímpetu y recita el verso final de despedida: “Lo debemos contar. No nos quedan muchos años por vivir”.
 
 

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