Si bien el regreso del PRI a Los Pinos fue precedido de una maniobra perfectamente orquestada por una multiplicidad de actores y circunstancias, resulta claro que la legitimidad que el gobierno de Enrique Peña Nieto adquirió durante el período en el que se maniobraron las reformas estructurales acuñadas en el Pacto por México, se alcanzó en buena medida por la contribución de una oposición dócil que prefirió la comodidad del acuerdo con el régimen.
Para Acción Nacional la concertacesión con el PRI no era novedad. En el gobierno de Carlos Salinas este partido fue pieza clave para dotar de estabilidad a un resquebrajado y cuestionado Presidente de la República. Sin embargo, para la izquierda el acuerdo con el sistema era una rareza que se construyó sobre las cenizas de un derrotado Andrés Manuel López Obrador quien terminó quedándose sólo en sus cuestionamientos al modo en como su opositor Peña se hizo de la primera magistratura del país.
Después del Pacto las cosas no fueron las mismas para el país ni para las fuerzas políticas progresistas. La sociedad mexicana enfrentó una serie de reformas que se cuajaron con una celeridad sin precedentes en el Congreso y que impactaron en muchos logros y conquistas que parecían irreversibles después de que la Revolución se asentó en el régimen político y en la vida social de México.
La no reelección, la no embargabilidad del salario, la rectoría del Estado sobre el sistema educativo y sobre el petróleo, fueron suplantados respectivamente por la legalización del reciclaje de una nata de la clase política que se ha sostenido de facto en los espacios de representación popular durante décadas, por el regreso del acasillamiento de la clase trabajadora, ahora, a una banca usurera; así como por la supremacía de los intereses de los organismos internacionales y de los grandes corporativos nacionales sobre la educación y los recursos naturales.
Este retroceso no sólo ha trastocado a los intereses de grandes conglomerados de la población quienes no acaban de resentir los efectos de estas reformas, también ha modificado a la izquierda que término fragmentándose y regresando a lo mucho a demandas gremiales, cuando no únicamente a disputas electorales por cotos de poder político.
Las alianzas del PRD con la derecha, el debilitamiento de este partido en términos de su agenda política y de definiciones ideológicas, son algunos de los síntomas de una hecatombe orquestada desde el centro del poder político del país y que ahora tiene que enfrentar cierto sector de la militancia de dicho partido quienes luchan por restablecer los objetivos para los cuales fue fundado.
Dos corrientes parecen debatirse al interior del sol azteca y cuyas diferencias se centran, no únicamente en la determinación coyuntural sobre el candidato presidencial hacia el 2018, sino en el proyecto que desean para el país.
Una de ellas sostiene que el PRD es en sí mismo un fin, que su sobrevivencia debe ser cuidada y que cualquier decisión debe contemplar un cálculo de rentabilidad electoral que permita a dicho partido conquistar espacios. Esta lógica es omisa del carácter social, histórico y temporal de los institutos politicos, así como de la necesidad de diferenciarse en términos de una posición de clase. Reducido el objetivo del PRD al número de votos que conquiste, lo mismo dará el candidato, el programa y la estrategia con la que se presente a las elecciones.
Una segunda posición sostiene que el PRD es sólo un instrumento social. Que éste es útil en la medida en la que se coloca sobre una coyuntura histórica y sirve para que las grandes mayorías alcancen el poder a través de un programa de reivindicaciones así como de posiciones de avanzada. Aquí los votos son consecuencia de este proceso de legitimación social e histórico y el candidato debe representar estas aspiraciones concentradas en una agenda estratégica.
Estas dos posturas son visibles con mucha mayor claridad que antes del Pacto, pese a que su existencia data prácticamente desde la fundación del PRD. El choque de las mismas parece inaplazable en un país en plena crisis social, convulsión que toca sin duda alguna a este partido heredero de la izquierda.
Contacta al autor: @hrangel_v
Para Acción Nacional la concertacesión con el PRI no era novedad. En el gobierno de Carlos Salinas este partido fue pieza clave para dotar de estabilidad a un resquebrajado y cuestionado Presidente de la República. Sin embargo, para la izquierda el acuerdo con el sistema era una rareza que se construyó sobre las cenizas de un derrotado Andrés Manuel López Obrador quien terminó quedándose sólo en sus cuestionamientos al modo en como su opositor Peña se hizo de la primera magistratura del país.
Después del Pacto las cosas no fueron las mismas para el país ni para las fuerzas políticas progresistas. La sociedad mexicana enfrentó una serie de reformas que se cuajaron con una celeridad sin precedentes en el Congreso y que impactaron en muchos logros y conquistas que parecían irreversibles después de que la Revolución se asentó en el régimen político y en la vida social de México.
La no reelección, la no embargabilidad del salario, la rectoría del Estado sobre el sistema educativo y sobre el petróleo, fueron suplantados respectivamente por la legalización del reciclaje de una nata de la clase política que se ha sostenido de facto en los espacios de representación popular durante décadas, por el regreso del acasillamiento de la clase trabajadora, ahora, a una banca usurera; así como por la supremacía de los intereses de los organismos internacionales y de los grandes corporativos nacionales sobre la educación y los recursos naturales.
Este retroceso no sólo ha trastocado a los intereses de grandes conglomerados de la población quienes no acaban de resentir los efectos de estas reformas, también ha modificado a la izquierda que término fragmentándose y regresando a lo mucho a demandas gremiales, cuando no únicamente a disputas electorales por cotos de poder político.
Las alianzas del PRD con la derecha, el debilitamiento de este partido en términos de su agenda política y de definiciones ideológicas, son algunos de los síntomas de una hecatombe orquestada desde el centro del poder político del país y que ahora tiene que enfrentar cierto sector de la militancia de dicho partido quienes luchan por restablecer los objetivos para los cuales fue fundado.
Dos corrientes parecen debatirse al interior del sol azteca y cuyas diferencias se centran, no únicamente en la determinación coyuntural sobre el candidato presidencial hacia el 2018, sino en el proyecto que desean para el país.
Una de ellas sostiene que el PRD es en sí mismo un fin, que su sobrevivencia debe ser cuidada y que cualquier decisión debe contemplar un cálculo de rentabilidad electoral que permita a dicho partido conquistar espacios. Esta lógica es omisa del carácter social, histórico y temporal de los institutos politicos, así como de la necesidad de diferenciarse en términos de una posición de clase. Reducido el objetivo del PRD al número de votos que conquiste, lo mismo dará el candidato, el programa y la estrategia con la que se presente a las elecciones.
Una segunda posición sostiene que el PRD es sólo un instrumento social. Que éste es útil en la medida en la que se coloca sobre una coyuntura histórica y sirve para que las grandes mayorías alcancen el poder a través de un programa de reivindicaciones así como de posiciones de avanzada. Aquí los votos son consecuencia de este proceso de legitimación social e histórico y el candidato debe representar estas aspiraciones concentradas en una agenda estratégica.
Estas dos posturas son visibles con mucha mayor claridad que antes del Pacto, pese a que su existencia data prácticamente desde la fundación del PRD. El choque de las mismas parece inaplazable en un país en plena crisis social, convulsión que toca sin duda alguna a este partido heredero de la izquierda.
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