“Los Románov viven en un mundo de rivalidad familiar, de ambición imperial, de esplendor escandaloso, de excesos sexuales y de sadismo depravado; es un mundo en el que de repente aparecen extraños de oscuros orígenes que afirman ser monarcas difuntos renacidos, en el que las esposas son envenenadas, los padres torturan y matan a sus hijos, los hijos matan a sus padres, las esposas asesinan a sus maridos, un santón envenenado y muerto a tiros resucita, barberos y campesinos ascienden a los puestos más encumbrados y se coleccionan gigantes y criaturas monstruosas, se lanzan enanos contra la pared, se besan cabezas decapitadas, se cortan lenguas, se arranca la carne del cuerpo a golpe de látigo, se empala a la gente metiéndole una estaca por el recto, se llevan a cabo matanzas de niños; nos encontramos a emperatrices ninfómanas y locas por la moda, ‘ménages a trois’ con lesbianismo incluido, y un emperador que mantuvo la correspondencia más erótica escrita nunca por un jefe de estado. Pero también es un imperio construido por conquistadores de corazón de piedra que se adueñaron de Siberia y Ucrania, que tomaron Berlín y París, un imperio que produjo a Pushkin, a Tolstói, a Tchaikovsky y a Dostoyevski; una civilización de una cultura eminente y una belleza exquisita”.
Así, con un arranque que más bien parece la sinopsis de un capítulo de ‘Juego de tronos’, comienza ‘Los Romanov. 1613-1918’ (Crítica), el torrencial libro en el que, a lo largo de mil páginas –de escuetos márgenes–, el historiador inglés Simon Sebag Montefiore (Londres, 1965) narra la espectacular historia de la legendaria dinastía zarista. Veinte monarcas y 304 años en los cuales el Imperio ruso aumentó una media de 142 metros cuadrados al día, o 52.000 metros cuadrados cada año. Lo que convierte a los Románov en los constructores de imperios más exitosos desde los lejanos tiempos de Gengis Kan.
Una historia cerrada abrupta y trágicamente el 17 de julio de 1918 en Ekaterimburgo, en los Urales, a 1.300 kilómetros al este de Moscú. Ese día, y con el pretexto de tomarles una fotografía, el zar Nicolás II, la zarina Alejandra, sus cinco hijos y algunos sirvientes fueron conducidos al sótano de la Casa Ipatiév y fusilados por un pelotón de bolcheviques armados de fusiles con bayoneta en un aquelarre indescriptible. El propio Lenin había dado la orden.
Acto I. La ascensión
La palabra “zar” deriva del nombre “césar” y no por casualidad, ninguna otra dinastía, a excepción de la de los Césares romanos, ocupa un lugar semejante en la imaginación popular ni ofrece, según Sebag Montefirore, una radiografía tan fiel acerca de cómo funciona el poder absoluto. El primero de los tres actos en los que se despliega el libro del historiador inglés arranca en 1613 con Miguel Fiódorovich, el primer Románov. Eran tiempos convulsos en Rusia, sobre los que aún se proyectaba la sombra de uno de los monarcas más feroces de la historia. Iván el Terribe (1547-1584) había expandido el Imperio al tiempo que lo destrozaba internamente a lo largo de medio siglo de esplendor y locura represiva. Su reinado del terror concluyó a su muerte pero le sucedió la inestabilidad, la lucha entre facciones, los innumerables impostores y la guerra civil hasta la entronización, a los 16 años de edad, de un joven Miguel al que no le apetecía nada asumir un título tan pesado que además multiplicaba exponencialmente la probabilidad de ser asesinado.
Al joven Miguel no le apetecía nada asumir el pesado título de zar que multiplicaba exponencialmente la probabilidad de ser asesinado
Miguel no pudo empezar con peores augurios. Rodeado de boyardos quisquillosos que envidiaban su corona, al frente de un país arruinado y amenazado por los ejércitos de Suecia, Polonia y los tártaros que se preparaban para aplastarlo, nadie habría dado entonces un rublo por el futuro de la nueva dinastía. Pero aquel autócrata beato y de pocas luces los venció a todos –con dificultades– y se aplicó a la tarea más importante que tenía ante sí: encontrar una esposa “segura” en una corte en la que el veneno era un instrumento político como cualquiera. Y para ello convocó un concurso de novias que seleccionó a 500 candidatas de un lado al otro del vastísimo imperio minuciosamente examinadas por sus cortesanos. La ganadora fue la noble de rango medio María Kholopova, conocida posteriormente como Anastasia. Fue el gran acontecimiento de la época y fascinó a Occidente. Poco después la muchacha fue envenenada.
Acto II. El apogeo
El problema de los autócratas no es solo que tengan demasiado poder sino que es raro que ese poder recaiga, merced al azar de la genética, en alguien inteligente, no digamos ya un genio. Entre los Románov hubo dos genios en tres siglos de estirpe, los dos que fueron apodados como “Grandes”: Pedro y Catalina. Pedro el Grande reinó entre 1682 y 1725 y fue un personaje extraordinario. Muy alto –2,04 metros–, torcía la cara constantemente en toda suerte de tics extraños debido a los ataques epilépticos y amaba los tambores y los explosivos. Fue también un señor de la guerra intratable que destrozó a los otomanos en Azov, rechazó una invasión sueca y erigió horcas y cadalsos por todo el imperio para ejecutar a centenares de enemigos más o menos imaginarios. Con Pedro I el Grande, Rusia dejó de ser vista como la patria de los bárbaros de Moscovia y empezó a ser temida como superpotencia.
No se engañaba acerca de los límites de su poder: “Hay que hacer las cosas de forma que el pueblo piense que quiere que se hagan así”
Cuando Catalina II la Grande pasó revista en 1762 ante 12.000 soldados “no todos sobrios” en la Plaza del Palacio de San Petersburgo, echaba a andar un reinado que los rusos ya siempre recordarían como la Edad de Oro de su país. Tenía 33 años, pelo rojizo y ojos azules, era pequeña, regordeta, grafómana y enamoradiza. También poseía una inteligencia inaudita y una asombrosa capacidad de trabajo. Era arquitecta ‘amateur’, autora de decretos y obras satíricas y trataba de tú a tú en su correspondencia a Voltaire y los otros ‘philosophes’ franceses. No se engañaba acerca de los límites de su poder: “Hay que hacer las cosas de forma que el pueblo piense que quiere que se hagan así”. Coleccionó amantes, aborreció la esclavitud y se anexionó Ucrania, Crimea, Biolorrusia y Lituania. Cuando el 5 de noviembre de 1796 le atacó la apoplejía en el retrete fueron necesarios seis hombres para trasladar su cuerpo agonizante de vuelta a su alcoba, donde falleció.
Acto III. La decadencia
En el siglo XIX el gigante ruso comienza a trastabillar y los grandes cambios sociales que la autocracia zarista inicia para salvarse a sí misma, como la abolición de la servidumbre o los tímidos avances parlamentarios no evitarán la cada vez más cruenta violencia política y solo acelerarán su fin. Con Nicolás II, tan bienintencionado como incapaz, la dinastía de los Románov se extinguirá en uno de los magnicidios más estremecedores de la historia, cometido por los nuevos dueños de Rusia que habían tomado el poder en la revolución de octubre de 1917: los bolcheviques.
El príncipe Alexéi, un adolescente enfermo de hemofilia, no se acababa de morir y tuvieron que asestarle frenéticos bayonetazos
Simon Sebag Montefiore relata con detalle la escena. Cómo en aquel sótano de Ekaterinburgo el comisario Yurovski disparó primero contra un zar incrédulo que no podía creerse lo que ocurría. Cómo acto seguido le volaron los sesos a la emperatriz Alejandra y a Botkin, el médico de la familia. Cómo después tirotearon al príncipe Alexéi, un adolescente enfermo de hemofilia que no se acababa de morir y al que empezaron entonces a asestar frenéticos bayonetazos que tampoco hacían mella al chocar contra su camisa acorazada de diamantes. Y cómo finalmente destrozaron a tiros en una lluvia sangrienta a las princesas María, Olga, Tatiana y Anastasia. Los nuevos zares rojos de Rusia no querían competencia.
Concluye el historiador su libro advirtiendo que en realidad con los Románov no se acabaron los zares. “El pueblo necesita un zar al que puede venerar y por el que pueda vivir y trabajar”, declaró Stalin en los años treinta. Tras la caída de la Unión Soviética en 1991, y después de los caóticos intentos de democratización, la querencia rusa por la autocracia, su afán de servidumbre resucita hoy poderosa encarnada en un excoronel de la KGB, Vladímir Putin.