Unos falsos condes, un joyero estafado, un cardenal burlado y, al fin, un escándalo nacional. María Antonieta de Francia fue la principal perjudicada de una confabulación en la que ni siquiera había tenido papel.
Solo consiguió deshacerse de él casi diez años después, cuando se cruzaron en su camino una aventurera llamada Jeanne Valois de La Motte y un ambicioso clérigo, el cardenal De Rohan. Ambos convirtieron el collar en eje de un turbio asunto que empezó con tintes de folletín, continuó como un thriller y acabó como un drama, y que contribuiría incidentalmente al desprestigio de la nueva reina de Francia, María Antonieta.
Los protagonistas
Jeanne de Valois-Saint-Rémy era una mujer intrigante y arribista, dispuesta a todo por salir de la miseria en la que había crecido. Vino al mundo en Fontette, pequeña población de la Champaña, en 1756, en una familia empobrecida de la baja nobleza, aunque emparentada con los Valois.
Al llegar a la adolescencia, contrajo matrimonio con un oficial llamado Nicolas de La Motte. Pero, contra lo que ella creía, el militar no era ni mucho menos un hombre rico. Gracias a la marquesa de Boulainvilliers, el matrimonio fue admitido en su círculo más íntimo. Y en él conocieron al cardenal De Rohan.
Louis René Édouard de Rohan-Guéméné era uno de los miembros más influyentes de la Iglesia y pertenecía a una familia de la más rancia aristocracia francesa. Había contado con la confianza de Luis XV y, en 1772, había sido enviado a la corte vienesa a fin de establecer las condiciones de la alianza franco-austríaca. Una vez allí, su conducta disoluta y sus intrigas le valieron la enemistad de la emperatriz María Teresa y de su hija, la futura María Antonieta de Francia.
El cardenal De Rohan quería convertirse en el nuevo Richelieu, pero no podría mientras se prolongara la enemistad de María Antonieta.
Pese a todo, el nuevo rey, Luis XVI, le colmó de cargos, como el de obispo de Estrasburgo. Aun así, tales nombramientos no satisfacían su ambición. De Rohan quería convertirse en el nuevo Richelieu, pero era un sueño imposible mientras se prolongara la animosidad que la reina María Antonieta sentía hacia él.
Decidido a congraciarse con la soberana, se instaló en la corte y allí conoció a Jeanne, que se hacía llamar condesa Valois de La Motte, un título que nunca existió. Por entonces, los De La Motte debían mucho dinero. Un dinero que, obviamente, había que devolver. El problema era cómo.
La enrevesada trama
Hacia 1784, la situación financiera de los De La Motte era angustiosa. Pronto, el cardenal De Rohan les confió su interés por acercarse a la reina. Jeanne, que contaba con la complicidad de su esposo, vio el cielo abierto: el clérigo iba a salvarles de la bancarrota.
Difundió el rumor de que era íntima de María Antonieta y de su consejera Madame de Polignac, y, como esperaba, De Rohan no tardó en rogarle que intercediera por él ante la soberana.
Jeanne comenzó a hacerle llegar supuestos mensajes verbales de María Antonieta en los que esta aseguraba que le recibiría gustosa, siempre que ayudara económicamente a los De La Motte. De Rohan no lo dudó. Casi de inmediato, saldó las deudas de los falsos condes Valois de La Motte.
Pero, ante la escasez de resultados, De Rohan exigió nuevas pruebas. Entró entonces en juego un hombre llamado Marc Rétaux de Villette, que redactó una nota imitando la letra de la reina. Esta aseguraba perdonar al cardenal y le sugería la posibilidad de un encuentro secreto, que debía producirse tras saldar nuevas deudas de los Valois de La Motte. El cardenal se avino de inmediato a pagar sin advertir el error que había cometido Rétaux de Villette: firmar como María Antonieta de Francia cuando, en realidad, la soberana se limitaba a rubricar solo con su nombre de pila.
Los De La Motte contrataron los servicios de una aspirante a actriz y prostituta para que se hiciera pasar por la reina en una entrevista secreta con el cardenal De Rohan.
Mientras tanto, los De La Motte contrataron los servicios de una aspirante a actriz y prostituta ocasional llamada Nicole Leguay, muy parecida a la reina. La noche del 11 de agosto de 1784, vistiendo la réplica de un traje de María Antonieta y con la cara cubierta por un velo, se entrevistó con el cardenal en los jardines de Versalles. Allí, la actriz aseguró al ingenuo clérigo que todo estaba olvidado y, excusándose, desapareció de escena con rapidez.
La engañosa entrevista no era más que la primera parte del plan ideado por los De La Motte. El siguiente paso consistió en convencer al cardenal de que, si deseaba colmar sus aspiraciones, debía obsequiar a la reina. Discretamente, Jeanne le hizo saber que el famoso collar diseñado por Boehmer había maravillado a la soberana, pero que no había podido adquirirlo, dado el estado de las arcas reales.
Sería perfecto, le sugirió, que el cardenal actuara como avalista y testaferro en la adquisición de la joya, y luego la reina iría abonando los plazos al joyero, pero todo se debía hacer con la máxima reserva.
Dado el elevado importe de la pieza, De Rohan albergaba serias dudas. Pero un curioso personaje no involucrado en la trama venció su indecisión. El conde de Cagliostro, alquimista, ocultista y fundador del Rito Egipcio de la Francmasonería, muy amigo del cardenal, le aseguró que los astros eran favorables a la transacción.
El 29 de enero de 1785, De Rohan compró el collar por 1.600.000 libras, pagaderas a dos años en cuatro plazos. Dos días después, en presencia de Jeanne Valois de La Motte, se lo facilitó a un presunto lacayo –en realidad, Rétaux de Villette– para que lo entregara a la reina. Por supuesto, el collar no llegó a manos de María Antonieta.
Los falsos condes y su cómplice se apresuraron a fragmentarlo para vender los diamantes por separado. Fue un disparate. En febrero, un joyero llamado Adam acudió a la policía para informar de que un tal Rétaux de Villette le había pretendido vender unos diamantes que aseguraba que pertenecían a la condesa Valois de La Motte a un precio excesivamente bajo, lo que le hacía sospechar que eran robados. El caso se cerró porque la condesa no había interpuesto denuncia.
Ante el peligro a ser descubiertos, Jeanne envió a su esposo a Londres con el resto del collar, en la certidumbre de que allí no tendría problemas para vender los diamantes por debajo de su valor.
El principio del fin
Retirada en una elegante mansión en Barsur-Aube, Jeanne Valois de La Motte se dedicó a llevar un lujoso tren de vida. Fue el vencimiento del primer plazo lo que llevó a Jeanne de La Motte a un callejón sin salida.
Boehmer acudió a Versalles y rogó a la reina que le devolviera la joya.
El joyero se asombró cuando el cardenal le mostró una supuesta carta de María Antonieta. Acosada por Boehmer, Jeanne no tuvo más remedio que confesar que la carta era falsa. No obstante, omitió el importantísimo detalle de que la reina jamás había tenido el collar en su poder.
Seguro de la inocencia de María Antonieta, el joyero acudió a Versalles y rogó a esta que le devolviera la joya. Ante el desconcierto de la soberana, hubo de decirle que el comprador “en su nombre” había sido De Rohan. La reina, convencida de que se trataba de una jugarreta del cardenal para ponerla en entredicho, informó del asunto a su esposo, para que tomara cartas en el asunto.
Luis XVI convocó al cardenal, que le explicó que todo se había hecho por iniciativa de los Valois de La Motte. Sin atender sus disculpas, Luis XVI ordenó que el cardenal fuera arrestado y conducido a la Bastilla.
Consecuencias del escándalo
Jeanne no tardó en seguir los pasos de De Rohan y fue encarcelada. Sin embargo, tanto su esposo como Rétaux de Villette se mantuvieron a salvo en Londres y Ginebra, respectivamente. Poco después se detuvo a Nicole Leguay y a Cagliostro bajo la acusación de complicidad en la trama.
El proceso comenzó el 29 de mayo de 1786. Se pidieron penas ejemplares para todos los reos, incluido el cardenal. Dos días después, la corte emitió su veredicto. Leguay fue exculpada, lo mismo que el conde de Cagliostro, si bien, por orden del rey, fue declarado persona non grata y obligado a abandonar el país. La justicia cayó de pleno sobre Jeanne. Se la condenó a cadena perpetua en La Salpêtrière, a recibir cien latigazos y a ser marcada con la V de voleuse (ladrona) en el hombro con un hierro al rojo vivo.
Tampoco escaparon nominalmente de la justicia su esposo ni Rétaux de Villette. El primero fue condenado a galeras; el segundo, a exilio perpetuo. Ambos evitaron la pena gracias a encontrarse huidos. El cardenal fue exculpado, pero tuvo que dimitir de su cargo de Gran Limosnero y retirarse a la abadía de La Chaise-Dieu tras indemnizar al joyero estafado. Un año después se le levantó el castigo y pudo reincorporarse a su sede de Estrasburgo.
Tras la caída de la monarquía, los revolucionarios invitaron a Jeanne a regresar a su país con todos los honores, catalogándola de víctima de la última reina de Francia.
Para entonces, Jeanne Valois de La Motte estaba en Londres. Apenas había cumplido seis meses en La Salpêtrière. Escapó de su celda junto a otra reclusa, ambas vestidas de hombre, con ayuda de alguien a quien nunca se ha podido identificar.
Sea como fuere, en el proceso estuvo en juego mucho más que la posesión de un collar o la culpabilidad de unos estafadores. De algún modo, el juicio puso en cuestión la ostentosa vida de la corte de Versalles y, sobre todo, el prestigio de la reina, ya criticada a menudo por frivolidad. Es más, la nobleza antigua cerró filas en torno a De Rohan, ofendida por la humillación pública de uno de los suyos, y culpó de ello a la reina “extranjera”.
Una vez en Londres, Jeanne siguió labrando la desgracia de la soberana, al publicar unas memorias en las que esta aparecía como una mujer dada a todo tipo de excesos. El libro pronto cruzó el canal de la Mancha y contribuyó al ya importante descrédito de María Antonieta.
Tras la caída de la monarquía, los revolucionarios invitaron a la condesa, convertida en “ciudadana La Motte”, a regresar a su país con todos los honores, catalogándola de víctima de la última reina de Francia. Pero Jeanne sufría un proceso de enajenación. Segura de que los realistas acabarían por prenderla, se arrojó por la ventana de su domicilio londinense en 1791.
Este artículo se publicó en el número 550 de la revista Historia y Vida.