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OPINIÓN / Andrés Manuel y las leyes que los honestos no necesitan

Por Jorge Luis Hernández
“Populista” es un término que los contrincantes de López Obrador se empeñaron en colocarle en la carrera presidencial de 2006, errónea y tramposamente se asoció esta idea con el desastre de un gobierno poco aseado con sus finanzas e incansablemente decidido a distribuir bienes y transferencias monetarias directas.
Inmediatamente, con el apoyo de unos y otros, se creó y consolidó un discurso de confrontación: unos enarbolaron que México había dado pasos a su transformación y que, aunque los resultados eran lentos, valía la pena cuidar esos avances; los otros, señalaron que el andamiaje del país era inoperante porque servía a los intereses de unos cuantos.
La disputa se resolvió, en primera instancia, en favor de los “liberales democráticos”. Por su parte, López Obrador pudo, ahora sí, construir un discurso populista en el que el descrédito institucional y las pifias de la cada vez más desconectada clase política se convirtieron en automáticos apoyos a la voz que denunció los peligros de la corrupción voraz de una clase política aburguesada y de unas instituciones secuestradas por cuotas partidistas e intereses grupales.
Bajo esta lógica, no sorprende que el apoyo inusitado en las urnas al proyecto contrahegemónico coincida con una disminución en la confianza institucional (ver Encuesta de confianza institucional de Mitofsky (2018) http://www.consulta.mx/index.php/estudios-e-investigaciones/mexico-opina/item/1003-mexico-confianza-en-instituciones-2017) y la misma idea de democracia. Latinobarómetro (2017, http://www.latinobarometro.org/LATDocs/F00006433-InfLatinobarometro2017.pdf) reportó que el apoyo a la democracia en México era de apenas 38%, sólo por encima de Guatemala (36%), El Salvador (35%) y Honduras (34%).
La victoria de López Obrador es incuestionable y, en buena medida, su éxito responde a la credibilidad como propuesta de cambio: ante la corrupción sin control del último sexenio, la honestidad como credo de la actuación pública; ante la fastuosidad de la familia presidencial actual, la humildad del nativo de Macuspana; ante el gabinete de amigos de EPN, la conformación de un equipo con especialistas y paritario.
Por eso, no sorprende que AMLO haya desechado su actitud conciliadora cuando el INE aprobó una resolución en la que multaba a MORENA por un fraude a la ley, (distribuir recursos, sobre los que no queda claro origen y destino, sin haberlo reportado a la autoridad electoral). Al final de cuentas, la comprobación de este caso sería un duro golpe a la construcción de su discurso: sólo un grupo de honestos puede limpiar el gobierno y ponerlo al servicio del pueblo.
Pero al defender su proyecto también emergió, con una nitidez no vista hace meses, las maneras de López Obrador. En él, parece haber dos grandes convicciones: una, que la honestidad de él y los suyos les facultan para realizar cualquier acción, por la pureza de sus fines; dos, que las leyes son instrumentos diseñados y utilizados por fuerzas ajenas a la población que buscan la perpetuación de intereses alejados al bien común.
La amenaza al orden institucional pudiera parecer anecdótica de no convivir con varios factores: población desencantada con su andamiaje institucional y con la idea de democracia; mayoría legislativa capaz de provocar cambios legislativos sin consensos; amenaza velada, “perdón, pero sin olvido”, a aquellas instituciones que aún defienden los “intereses ajenos” al pueblo bueno.
La rabieta de Andrés Manuel parece, mucho más, amenaza a los jueces del Tribunal Electoral que legitima defensa pues, en todo caso, correspondería la rendición de cuentas a la presidenta de MORENA, no al candidato ganador que, entre otras cosas, tiene la obligación de encabezar un proceso de transición ordenado y la concreción, en el menor tiempo, pero con la mejor calidad, de la larga lista de promesas que durante la campaña ofertó.
A lo largo de los últimos lustros, el Estado Mexicano ha configurado una red institucional destinada a garantizar las condiciones básicas de una democracia: justicia imparcial, organización electoral independiente, acceso a la información pública, mediciones independientes. Por supuesto que los resultados no son los ideales, pero es hasta ocioso hacer la comparación con el status previo.
Más le vale recordar a AMLO que los problemas institucionales se resuelven, precisamente, fortaleciendo éstas. El voluntarismo, la improvisación y la personalización son males de la política que, quiero creer, hace mucho tiempo quedaron atrás y su intento de restauración está, afortunadamente, condenado al fracaso.
Lo dijo Madison hace más de 200 años: “si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario”

Comentarios en jorge.hernandez@colmex.mx y @HernandezJorge
* Jorge Luis Hernández es politólogo por la UNAM y el Colegio de México.
 




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