Por Gerardo Espíndola
Nadie recuerda la última vez que Silvano Aureoles enarboló alguna causa de izquierda, pero lo que muchos tienen presente es cuando dejó de serlo, y convertirse un alfil más de los gobernantes que optaron por su agenda personal y tirar al traste los movimientos sociales que los llevaron al poder.
En América Latina abundan las historias de los gobernantes que perdieron todo piso y contacto con los ciudadanos, y decidieron enclaustarse en su orgullo y su soberbia. Los dictadores en el Siglo XX decidieron sobre la vida de sus gobernados y sus destinos, sólo para satisfacer sus proyectos políticos personales, y su sed de poder. Hubo de todo, civiles, militares, sanguinarios, de izquierda y de derecha. Los había para todos los gustos: Porfirio Díaz, Trujillo, Duvalier, Stroessner, Somoza, Pinochet.
Los dictadores latinoamericanos se caracterizaron por su soberbia que rayaba en lo ridículo: estrafalarios tiranos de opereta que hicieron de la violencia y el esperpento su sistema de gobierno. Estos personajes confundieron el país con su persona. Esa idea de personificar a un país, típica de los dictadores, es de una mitomanía incalculable. El problema es que se trata de un personaje cómico, incluso ridículo, en toda esta descripción cabe la actitud que ha asumido Silvano Aureoles desde que tomó el poder en octubre del 2015.
El oriundo de Carácuaro llegó al Solio de Ocampo de la mano de la aprobación de las reformas estructurales impulsadas en el Gobierno de Enrique Peña Nieto, en especial la Reforma Educativa, de la cual fue su mayor operador en los tres años de amasiato que duró en el cierre final del sexenio del priísta. Fueron los años felices del perredista, fueron los años de su conversión a la derecha priísta, que tuvo su punto orgásmico en aquel célebre tuit en donde se decantaba abiertamente por la candidatura del, a la postre, derrotado José Antonio Meade.
Aureoles Conejo no se arredró con aquella estrepitosa derrota, y durante el primer año de Gobierno de AMLO, fue lo más zalamero que pudo con el tabasqueño, a fin de que solucionara el tema de la nómina magisterial. Su actitud obsequiosa concluyó cuando logró el acuerdo de la federalización –parcial- de la nómina. A partir de entonces, el perredista anduvo como chacal sin manada, dando tumbos, esperando un grupito que lo acogiera.
A fechas recientes, Aureoles Conejo contrató al Thintank del jalisciense Enrique Alfaro, la empresa Euzen, para que le ayudara a salir de los últimos lugares del ranking de aprobación de Gobernadores. Fue aquí donde se inventó el famoso chiflido, y otras tácticas efectistas para realzar su imagen.
Aureoles se plegó a los dictados de Euzen, quienes convirtieron al perredista en un émulo del gobernador de Jalisco, el copy paste fue tal que, en muchas ocasiones, las estrategias de comunicación se mezclaban en el mismo molde, pero con diferente monigote.
Pero la presentación estelar de la estrategia se registró en la actual pandemia del Coronavirus, y fue aquí que Aureoles mutó en un engranaje más de la maquinaria golpista que se construyó por el poder económico para tratar se socavar al gobierno obradorista.
El converso y ex izquierdista Silvano asumió su papel y se convirtió en sombra de Enrique Alfaro, lo que hacía éste último lo imitaba tal cual el michoacano: el mismo discurso de confrontación, la misma actitud retadora, el mismo ceño de rechazo a las políticas federales, la misma retahíla de desconocer las medidas sanitarias. Pero en donde en verdad se fusionaron, fue en el decreto, casi publicado al unísono, del confinamiento obligatorio. Ambos decretos el de Jalisco y del Michoacán, repiten los mismos argumentos y adolecen del mismo error anti constitucional.
Si bien Alfaro sacó a relucir sus mejores dotes autoritarias y posturas despóticas, por lo que los jaliscienses compararon su fisonomía y su calvicie, con la imagen del dictador italiano Benito Mussolini, a Silvano Aureoles lo debemos tropicalizar a un dictador más chabacano, más de ocasión, más cínica, un Pinochet de clóset, un dictador hecho meme, con pies de barro, sin más opción ni futuro que subirse al Titanic del golpismo.