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#OPINIÓN // Violencia contra periodistas: mal estructural de México

Jacques Coste

Tras las ignominiosas amenazas que sicarios del Cártel Jalisco Nueva Generación profirieron la semana pasada en contra de Azucena Uresti y medios como Milenio, El Universal y Televisa, con quienes me solidarizo y cierro filas, la violencia contra la prensa ha vuelto a ocupar el centro de la discusión pública en México. Una vez más.

El problema es añejo y, en los últimos años, ha habido más retrocesos que avances en la materia. Año con año, la violencia contra los periodistas se recrudece. Nos hemos acostumbrado a ver cifras estratosféricas de agresiones contra trabajadores de medios de comunicación: tanto, que ya no nos sorprendemos. Tan sólo en lo que va del sexenio, 43 periodistas han sido asesinados, de acuerdo con las cifras de la Secretaría de Gobernación.

Por ello, la organización Reporteros sin Fronteras cataloga a México como uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo, a la par de zonas bélicas como Siria y Afganistán. Sin embargo, insisto, el problema viene de tiempo atrás.

En 2009, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos emitió la recomendación general número 17 “Sobre los casos de agresiones a periodistas y la impunidad prevaleciente”. Justamente como su denominación lo indica, las recomendaciones generales hacen referencia a problemas de derechos humanos estructurales y generalizados en todo el país. Esto significa que, desde hace doce años, la CNDH consideró que la violencia contra los periodistas había alcanzado esa categoría.

Entre 2000 y 2009, la CNDH documentó 52 asesinatos a periodistas, así como la desaparición de otros siete y seis atentados con explosivos contra oficinas de medios de comunicación. En la recomendación general 17, la Comisión concluyó que la impunidad imperó en la mayoría de casos de agresiones contra periodistas, en buena medida, porque las fiscalías ni siquiera vincularon los ataques con la actividad laboral de los agredidos, sino que los investigaron como hechos aislados y circunstanciales. Como se puede ver, las conclusiones de la CNDH se mantienen vigentes.

Gracias a la labor de la propia CNDH y a la lucha de la sociedad civil organizada y de periodistas valientes, en 2012, el gobierno federal lanzó el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas. En la práctica, este mecanismo ha servido de muy poco.

En 2018, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitió un informe sobre la situación de la libertad de prensa en México. La CIDH documentó que: “Desde 2010, 73 periodistas han sido asesinados, 12 periodistas han sufrido desaparición forzada y hubo 44 intentos de asesinato”.

Si a eso le sumamos los 43 periodistas asesinados en lo que va del presente sexenio (según Segob), tenemos un total de 116 periodistas asesinados en los últimos once años. Si, a su vez, sumamos los 52 homicidios que documentó la CNDH entre 2000 y 2009, tenemos un total de 168 periodistas asesinados en los últimos 21 años. Insisto, es una cifra atroz, brutal, que nos debería indignar a todos.

Más allá de la indignación, esta pavorosa cifra nos debería empujar a reflexionar sobre la calidad de la democracia mexicana. Puesto de otro modo, van 168 periodistas asesinados desde el fin del régimen de partido hegemónico. Es decir, todos esos homicidios han ocurrido en tiempos del pluralismo democrático.

Quizá la mayor deuda de la transición democrática sea ésa: no existe libertad de expresión plena si el periodismo vive bajo el constante asedio del crimen organizado, a la sombra del acoso de las instituciones de seguridad del Estado y, ahora, también bajo los embates retóricos del presidente de la República.

El problema de la violencia contra los periodistas es antiguo. Ningún gobierno federal y muy pocos gobiernos estatales han mostrado un compromiso real para atenderlo. Proteger a los comunicadores y asegurar el libre ejercicio de su oficio no ha sido un tema prioritario para presidente alguno.

Todo eso es cierto. No se puede negar. Sin embargo, ahora debemos agregar a la ecuación las agresiones verbales desde la máxima tribuna del país. Los ataques contra periodistas quedaban impunes casi por regla general; hoy, también son validados desde el poder Ejecutivo.

El presidente se dedica todas las mañanas a denostar a los periodistas que lo critican. Incluso dedica una conferencia semanal a ese propósito. Cuando lo cuestionan sobre la violencia contra los periodistas durante su gobierno, revira diciendo que es “el presidente más atacado por la prensa después de Madero”, como si él fuera la verdadera víctima y no los comunicadores violentados.

No se trata de culpar al presidente López Obrador de las amenazas que sufrieron Azucena Uresti y sus colegas. Más bien, se trata de señalar que, a dos décadas de la primera alternancia en el poder, la violencia contra los periodistas no ha hecho más que empeorar y, lastimosamente, seguirá empeorando.

No se puede esperar que un presidente que se siente víctima de la prensa libre e independiente haga algo por asegurar la protección y el libre ejercicio del periodismo. Los comunicadores están abandonados a su suerte. Esa es una de las más grandes tragedias de México. No hay libertad de expresión plena si los periodistas carecen de estándares mínimos de seguridad para trabajar.

Jacques Coste.
Consultor político, ensayista e historiador. Twitter: @jacquescoste94

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