Jacques Coste
Ya podemos considerar a la militarización de la seguridad pública, primero, y de otras tareas de gobierno, después, como un proceso histórico. Se trata de un fenómeno que todavía está en marcha, pero su larga duración permite identificar, desde ahora, ciertas tendencias, puntos de quiebre, cambios y continuidades.
Cabe recordar que Fox designó al general Rafael Macedo de la Concha como procurador general de la República y ordenó el despliegue de operativos militares focalizados en algunas zonas de Guerrero, Tamaulipas y la frontera norte. Con Calderón, estos operativos se volvieron moneda corriente y el número de elementos del Ejército desplegados en el país pasó de 37 253 en 2005, a 49 650 en 2011.
Con Peña Nieto, los militares siguieron en las calles y el secretario de la Defensa era uno de los miembros más importantes del gabinete. Además, el mandatario mexiquense intentó impulsar la controvertida Ley de Seguridad Interior para regular y normalizar la participación castrense en labores de seguridad pública, aunque la Suprema Corte lo impidió.
Este breve recuento de acontecimientos representativos de la militarización gradual de la seguridad pública y las labores del gobierno sirve para dimensionar a este fenómeno como un proceso histórico aún en ciernes, y no solamente como un rasgo exclusivo de la presente administración.
En ese sentido, este proceso histórico inició antes del gobierno de López Obrador, pero está tomando un nuevo ritmo y otro cariz durante este sexenio: la militarización se acelera y ya no se limita a asuntos relacionados con seguridad, sino que abarca una gran parte de las labores de gobierno, desde la construcción y administración de proyectos de infraestructura hasta la aplicación de vacunas y el despliegue de programas sociales, pasando por la vigilancia de puertos, aduanas y fronteras.
La semana pasada fue especialmente representativa de esta tendencia. El lunes y el martes, vimos imágenes de elementos de la Guardia Nacional participando en “tareas de contención de la migración” —por no decir cacería brutal de migrantes— en la frontera sur.
El miércoles, el Ejecutivo Federal presentó el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación 2022, que incluye un aumento sustantivo de plazas en la Secretaría de la Defensa Nacional y un alza del presupuesto destinado a la Guardia Nacional. El jueves, la Cámara de Diputados aprobó la Ley Orgánica de la Armada de México, que amplía la participación de esta institución en tareas de seguridad pública y permite que este cuerpo actúe con discrecionalidad, según las órdenes del presidente.
Pienso que una de las razones por las que la militarización ha podido avanzar tanto es que el proceso de transición democrática en México dejó una cuenta pendiente. No construyó nuevos mecanismos para asegurar el sometimiento irrestricto de los militares a las autoridades civiles. Por lo tanto, las fuerzas armadas tienen un gran peso político, pero están muy poco integradas en el sistema democrático de pesos y contrapesos.
Esto sucedió porque la transición democrática no trastocó sustancialmente los arreglos políticos de los gobiernos priistas con el ejército, que consistían en asegurar la lealtad de las fuerzas armadas mediante una serie de prebendas y concesiones, como la gestión opaca de ciertos negocios públicos. A la par de continuar con estos esquemas de complicidad y opacidad, desde el año 2000, los distintos presidentes de la República han recurrido a la participación del Ejército en las tareas de seguridad pública.
En resumen, la participación del Ejército en la seguridad pública creció y, con ello, aumentó la influencia militar en el gobierno y el peso político de las fuerzas armadas. Esto sucedió sin que los cuerpos castrenses estuvieran sometidos a mecanismos estrictos de rendición de cuentas. Estas condiciones le permitieron a López Obrador militarizar más áreas del gobierno y usar al Ejército para toda clase de proyectos.
Así las cosas, el proceso histórico de la militarización está alcanzando dimensiones insospechadas: tenemos un gobierno cada vez más dependiente de las fuerzas armadas y un Ejército cada vez más empoderado, con mayores facultades y más recursos. Además, de manera preocupante, se empiezan a difuminar las líneas entre la lealtad política y la sumisión institucional de los militares. Ya no hay marcha atrás.