Jacques Coste
“Hoy, nos chingamos al Estado. […] Hoy, nos queda solidarizarnos con otras víctimas, nos queda saber que la identidad, la cultura, la conciencia, la sabiduría, la razón, la vida y la libertad no se venden, no se negocian ni tienen precio. Este caso nos cambió la forma de ver la vida. Hoy sabemos que no es necesario cometer un delito para ser desaparecido, perseguido o estar en la cárcel. Por los que seguimos en pie de lucha por la justicia, la libertad, la democracia y la soberanía de México, para nuestra patria, por la vida, para la humanidad, quedamos de ustedes, por siempre y para siempre, la familia de Jacinta, hasta que la dignidad se haga común”.
Este es un breve fragmento del discurso que Estela Hernández pronunció hace cinco años, en febrero de 2017, en un evento organizado por la entonces Procuraduría General de la República (PGR), para ofrecer una disculpa pública por la detención arbitraria de tres mujeres indígenas (incluida Jacinta, la madre de Estela) de Santiago Mexquititlán, Querétaro, ocurrida en 2006.
La versión de la PGR era inverosímil, hasta absurda: supuestamente, las tres mujeres habían secuestrado a seis agentes de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI). Por eso, Jacinta fue condenada a 21 años de prisión, de los cuales cumplió tres antes de que se ordenara que se repusiera su proceso: tres años en la cárcel por un delito inventado con evidencias sembradas.
Y como en tantos otros casos, el Estado tardó más de una década en reconocer su responsabilidad en los hechos y reparar el daño a las víctimas, luego de fuertes presiones de la prensa y la sociedad civil.
De ahí vienen las palabras de Estela: “Hoy, nos chingamos al Estado”. Nos lo chingamos porque se hizo justicia, cuando lo normal es la impunidad. Nos lo chingamos porque al final dio la razón a tres mujeres indígenas, cuando lo normal es que las discrimine. Nos lo chingamos porque las mujeres salieron de la cárcel, cuando lo normal es que haya cientos de inocentes o personas sin juicio en la prisión.
Han pasado cinco años desde que Estela esgrimió esa poderosa frase. Y, sin embargo, su contenido sigue vigente. Reformas van y reformas vienen —la reforma penal de 2008, la de derechos humanos de 2011 o la creación de la Fiscalía General de la República en 2018—, pero el índice de impunidad sigue siendo de 98 por ciento, el respeto a la presunción de inocencia es una quimera, cuatro de cada diez presos están en la cárcel sin sentencia y la mitad de las personas privadas de su libertad sufren torturas o agresiones físicas al momento de su detención o antes de llegar al Ministerio Público.
Para colmo, la bancada de Morena y sus aliados en el Congreso han ampliado el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa: ante la incompetencia de las autoridades, facilitémosles el trabajo, dejemos que encierren a cualquier presunto criminal y que luego investiguen si era inocente o no.
El colofón de esta tendencia es que nuestras cárceles están llenas de personas inocentes, individuos sin sentencia o sujetos que cometieron delitos menores, pero aun así son privados de su libertad. Por supuesto, las personas en situación de pobreza, la población indígena y los habitantes de comunidades marginadas son más propensos a sufrir este destino.
En el caso del gobierno actual, la contradicción es aún más vergonzosa: un partido supuestamente de izquierda promoviendo que más inocentes estén en la cárcel; un presidente que promete que liberará a todos los presos que sufrieron torturas, aplaudiéndole a una Fiscalía cuyo signo es la impunidad, y elogiando a un fiscal tan corrupto como ineficiente.
Así las cosas, en México, obtener justicia es chingarse al Estado. Cinco años y una “transformación de la vida pública nacional” después, burlar la impunidad sigue siendo chingarse al Estado. Esa es nuestra realidad.