Por Roberto Pantoja Arzola
El campo michoacano representa una fortaleza en potencia para detonar el crecimiento económico, el empleo y el desarrollo de la economía en su conjunto.
De entre los 15 cultivos principales tanto de riego, temporal como perennes; el estado de Michoacán ocupa los cinco primeros lugares de la República en 12 de ellos. La entidad también se encuentra entre las 10 primeras productoras de bovino, porcino y caprino, así como en la producción de carpa y mojarra.
Pese a la competitividad del campo michoacano, persisten dos lógicas de producción perfectamente identificadas: 1) la de la producción de las unidades agropecuarias o agroindustriales que tienen altas tasas de rentabilidad, abren sus propios canales de comercialización incluso en los mercados internacionales, tienen acceso al crédito y a la tecnología, emplean mano de obra asalariada; 2) la de las unidades de producción campesina que producen fundamentalmente para el autoconsumo y los excedentes que generan esporádicamente son llevados al mercado a través de grandes acaparadores, no tienen acceso al crédito y siguen produciendo con métodos tradicionales, emplean mano de obra familiar.
Un par de datos extraídos del Censo Agrícola, Ganadero y Forestal del 2007, en Michoacán dan cuenta de esta realidad que se reproduce con matices en cada región de la entidad: 1) el 95% de las más de 180 mil unidades de producción censadas declararon no hacer uso de créditos, seguros, apoyos financieros o generar ahorros; y 2) por cada trabajador contratado en una unidad de producción, había 0.6 trabajadores de carácter familiar.
La coexistencia de ambas lógicas es un fenómeno ampliamente estudiado desde el siglo pasado en el sistema de producción capitalista y la persistencia de una racionalidad rural distinta a la de las empresas agroindustriales, permite la generación de plusvalor que es transferido a través del mecanismo de la conformación del precio de las mercancías, a los sectores de alta rentabilidad del sector rural.
Derivado de lo anterior se hace necesaria la integración de una política pública que reconozca estas distintas lógicas en el sector rural del estado, que las atienda según sus particularidades y matices regionales y que otorgue viabilidad a ambas, dado que las dos se integran a un sistema de producción complejo en el que difícilmente una dinámica extinguirá a la otra.
Si bien es cierto que el sector agroempresarial necesita de condiciones específicas y de estímulos a su competitividad que le permitan la expansión del mercado, el mejoramiento de los paquetes tecnológicos que son ocupados en los cultivos, la reducción de costos, la integración de cadenas de valor; el gran conglomerado que representan los productores campesinos de baja escala y con escasos rendimientos demandan de una atención específica que dignifique sus condiciones de vida y el acceso a mercados justos y pertinentes para la comercialización de sus excedentes y la adquisición de medios de producción y subsistencia propiamente empleados en su pequeña unidad de producción familiar.
Esta política pública debe construirse además con la participación amplia de productores, organizaciones y de especialistas en el tema, reconociendo, sin embargo, que la agenda del sector se ha dictado con un profundo carácter clientelar y en base a demandas emergentes de las organizaciones y grupos de presión, y no obedeciendo a una visión de largo alcance.