Rodrigo Caballero / Metapolítica
Al principio me dio mucho miedo, no podía dormir, no me dejaban dormir las imágenes, eran cientos, miles. Me marcaron profundamente, tardé una semana en concebir el sueño, me ponía a pensar quiénes eran ellos, cómo habían terminado ahí, abandonados a su suerte en los archivos de la Fiscalía del Estado.
Ahora me parecen míos, quiero adoptarlos a todos, quiero conocerlos, saber quiénes eran, cómo se llamaban, cómo fue que terminaron ahí y, para acabar, llevarlos a sus casas, regresárselos a sus familias, eso es lo que quiero ahora.
Ya no me dan miedo, ya no miro a un lado cuando pasan sus fotografías. Ahora abro los ojos, miro sus heridas, sus tatuajes, sus señas, sus ojos muertos, sus caras desfiguradas, sus cicatrices que nunca sanaron y veo en ellos al desaparecido, porque ellos son los desaparecidos.
Hace dos años dejé de contar las veces que he venido, la última vez que conté había visitado 10 veces los archivos de las fiscalías. Hoy ya no sé, ya no me importa. Ese número dejó de ser importante. Ahora lo que de verdad es necesario es conocer cada tatuaje, cada cara, cada cuerpo.
Revisamos cientos de expedientes de golpe, vemos con detenimiento cada carpeta de investigación, cada foto, cada archivo y cuando nos gana el cansancio nos turnamos, horas y horas frente al proyector, viendo a los desaparecidos desfilar frente a nosotros en una marcha fúnebre que parece eterna.
A veces nos dejan tomar fotos, a veces puros apuntes de libreta, a veces ni eso; pero no importa, nada de eso nos importa ahora. Ya nos pusimos de acuerdo, ya sabemos lo que hay que hacer.
Todos tenemos una tarea en cuanto cruzamos la puerta. Yo soy Indalecio Pedrisco Pacheco y busco a mi hermano de Enrique Pedrisco desaparecido el 22 de junio de 2015 en Tumbiscatío, Michoacán. Ese es mi principal trabajo cuando atravieso el umbral de la puerta.
Al principio solamente buscaba a mi hermano, hoy ya no. Hoy busco a todos. Los busco a todos desde hace mucho tiempo Hoy más que nunca quiero encontrarlos a todos, porque ahí, junto a todos los demás, sé que va a estar mi hermano.
El gigante chaparrito
La Brigada de Búsqueda tiene una manera particular de describir a Simón Carranza y es a través de una anécdota del movimiento zapatista, cuentan que el Subcomandante Marcos alguna vez describió a la Comandante Ramona como una “gigante chaparrita” que cruzaba la Selva Lacandona con paso firme y dejando tras de sí su huella bien marcada para que los demás la siguieran.
El Subcomandante seguía a Ramona tropezando a cada rato, pero siempre viendo sus huellas para no perderla de vista, entonces notó que el piso era demasiado duro como para que alguien de su peso y estatura dejara una huella tan profunda. Marcos medía y pesaba el doble que la Comandante, además usaba botas gruesas pero sus pasos apenas y se marcaban en el suelo.
Tiempo después, en los Altos de Chiapas, el Subcomandante le contó lo sucedido al Viejo Antonio quien sonrió y explicó de inmediato lo ocurrido. Antonio narró que los dioses mayas en los primeros días crearon a hombres y mujeres gigantes, quienes tenían la tarea de guiar con sus huellas a los que eran de estatura promedio.
Pero la importancia de estos hombres y mujeres generó envidia entre los más pequeños, entonces los dioses se reunieron para buscar la forma de ocultar la grandeza de estos gigantes. La solución fue reducirlos de tamaño a una estatura más pequeña que el resto.
Sin embargo, los dioses olvidaron reducir el peso de los gigantes chaparritos por lo que dejaban huellas profundas en el piso y seguían marcando el camino que los otros hombres debían seguir para no perderse.
Simón es uno de esos gigantes chaparritos según los miembros de la Brigada en Búsqueda de Personas Desaparecidas porque su huella es la primera en el monte y la más profunda. A pesar de que él no tiene ningún familiar desaparecido, el camino que traza ha encontrado a cientos de “tesoros” bajo la tierra.
En Michoacán, Simón es uno de los que han apoyado la búsqueda en campo desde la costa hasta la meseta Purépecha, pasando por la zona de Chapala y el occidente, en zonas donde la única autoridad son los grupos armados, ahí donde todos son chaparritos pero están guiados por un gigante.
La fiesta de Renato
Un día llegó Renato a la casa de su mamá con dos chivos y le pidió que los matara para hacer una buena birria. El muchacho traía en la mente festejar su cumpleaños a lo grande, con comida, bebida y una olla de frijoles charros que tanto le gustaban.
Su mamá aceptó la propuesta y comenzó los preparativos para el cumpleaños de su hijo, pero su esposa no estaba nada contenta con el despilfarro de dinero, de repente se le vino la idea de contratar un conjunto musical para que amenizara la fiesta y ahí fue cuando su mujer decidió intervenir.
—Oye Renato, ¿no crees que es mucho gasto el conjunto? No tenemos para andar gastando tanto –dijo.
—¡Ay, mujer! No te preocupes, no nos va a hacer falta el dinero; además, ¿qué tal que es mi última fiesta? Hay que disfrutar ahorita que estamos porque luego no sabemos —sentenció.
La escena se le quedó grabada en la mente a su madre. Tres meses después de la fiesta, el 20 de septiembre de 2012, Renato desapareció junto a su tío y desde entonces no ha sabido nada de él. La señora dice que suena trillado, pero pareciera que se lo tragó la tierra.
“No le deseo lo que siento ni a mi peor enemigo, ni a los que me lo hicieron, es una angustia enorme que no puedes con ella. Medio comes, medio duermes, un día sí y otro no. Así llevo los nueve años nomás con la pena, de que no sabes qué pasó o por qué se lo llevaron”, dijo la madre.
Para cuando Renato desapareció, su familia ya pagaba una cuota a los delincuentes, como todos los demás. Su madre dice que tenían que pagar 500 pesos por cada camión cargado de chiles que cortaban de su huerta y cada negocio pagaba derecho de piso.
“Aquí estaba muy feo, mataban a la gente en la calle, se la llevaban a plena luz del día y todos nos callábamos. Yo no creo que haya una sola familia que no le mataron o le desaparecieron a alguien, pero todos tenemos miedo de hablar y de salir a buscarlos”, aseguró la madre de Renato.
La cruz de los desaparecidos
A lo largo de varias cuadras, en medio del inclemente sol de la Tierra Caliente michoacana, un grupo de personas cargaba una cruz negra el Viernes Santo de 2019, en la ciudad de Apatzingán, Michoacán.
La cruz iba por delante de los actores que llevaban a cabo el Viacrucis, quienes estaban vestidos con sus disfraces tradicionales de Semana Santa mientras hacían la representación de las tres caídas en las calles de la colonia Buenos Aires.
Se trataba de una cruz de madera de cinco metros de largo en la que colocaron las fotos de sus familiares desaparecidos y cargaron siguiendo el recorrido tradicional de los días santos; como una manera de blindarse de amenazas y agresiones de la delincuencia organizada por protestar por la violencia.
La “Cruz de los Desaparecidos” se fusionó con la tradición católica para intentar generar conciencia entre la población de Apatzingán en torno a la violencia que persiste y que provoca la desaparición de cientos de jóvenes en los municipios del valle terracalentano.
“En la parroquia de la Virgen del Carmen estamos visibilizando a las víctimas de la violencia, de la desaparición forzada, de la trata de personas, de los feminicidios, las familias de las víctimas de las diferentes violencias que el Estado mexicano ha abandonado”, dijo el padre Gregorio López Jerónimo.
“Visibilizan a los ausentes no por voluntad propia, porque los han arrancado de sus hogares, los han desaparecido. ¿Cuántas familias están ahora en la trata de personas, en las redes que el gobierno ha ayudado a que sigan creciendo?”, aseguró.
El padre dijo que las madres buscaban hacer visible su sufrimiento acompañando a Cristo en su viacrucis y a María en su dolor para que otras madres valientes salgan a expresar su propio dolor y el de sus desaparecidos.
La fotografía invisible
Entre las consignas y los marcos vacíos se encuentra una foto en la que la familia de Mercedes Ruiz González celebra la graduación de su hijo, el abogado Alejandro Ortiz Ruiz, tomada en el patio de la Facultad de Derecho de la Universidad Michoacana.
Es una fotografía que salió de su álbum familiar para formar parte de las protestas para localizarlo con vida, como parte de la exposición “Caminar el cuerpo desaparecido, familiares caminando por justicia”, de la artista visual Fabiola Candelaria Rayas.
La historia de Alejandro Ortiz se congeló el 27 de noviembre de 2010, el día que salió a investigar sobre un caso de explotación minera en el que estaba trabajando y nunca regresó.
En un tramo de la carretera Lázaro Cárdenas-Apatzingán desapareció junto a la también abogada Vianey Heredia Hernández, y desde entonces sus familiares han hecho todo lo posible por buscarlo y mantener su memoria viva.
El rostro de Mercedes Ruiz, en la fotografía de la graduación, es el de una madre orgullosa de ver los logros de su hijo. Ese semblante se desvanece en la siguiente fotografía en la que su hijo ya no está, solamente hay una silla y zapatos vacíos.
“Sabes qué me gustaría, que esa foto fuera invisible. Me gustaría que nadie hubiera conocido esta fotografía, que siguiera metida en mi álbum familiar, que mi hijo siguiera aquí conmigo y que nadie más que nosotros viéramos estas fotografías”, confesó Mercedes.
10-28: Perrazo
Todo lo que Moisés sabe de la carretera lo aprendió de su hermano, César Aaron Alarcón Ramírez, quien le enseñó trucos para evitar quedarse dormido, en cuáles lugares podía parar a descansar y a darle mantenimiento a los camiones que conducen por todo el país desde el Estado de México.
El amor por la carretera de César es una de las razones por las que Moisés se dedica a hacer viajes por el país en lugar de ejercer la licenciatura en Negocios Internacionales que terminó, también gracias al apoyo económico de su hermano.
“Nos dio todo. A mi mamá le decía: ‘No me digas lo que necesitan para la escuela, tú cómpraselo y yo lo pongo’, y así nos apoyó a todos para sacar nuestros estudios”, recordó Moisés, mientras estaba sentado en una pequeña banca de una iglesia en Michoacán.
“Lo queremos mucho, porque ayudaba a todos, parejo, también sus demás compañeros traileros sabían que siempre estaba ahí para apoyarlos, por eso le decían ‘perrazo’, allá de donde venimos para decirte que eres un chingón te dicen ‘eres un perrazo’, ese era su 10-28, su clave de radio en el tráiler”, aseguró.
El 20 de julio de 2020, César Aaron viajó desde Sinaloa hasta Michoacán con un cargamento de mangos para una empresa que se dedica a extraer el jugo y la pulpa de la fruta. Por la mañana descargó en el municipio de Zamora y luego regresó a Sinaloa para hacer otro viaje.
Pero no tenía dinero para comprar diésel, así que marcó a su familia para que le depositaran a la tarjeta de su esposa que llevaba consigo, esa fue la última vez que hablaron con él. Su WhastApp quedó suspendido al filo de las 18:00 y su celular se apagó cerca de La Barca, Jalisco.
Moisés viajó casi inmediatamente al darse cuenta que no contestaba las llamadas, siguió el rastro de su camión que todavía marcó su geolocalización en una gasolinera a la entrada de Jamay, cerca de la sede del 92º Batallón de Infantería.
Llegó directamente a La Barca, en todos lados la respuesta era la misma: nadie había visto a su camión rojo de redilas de madera, solamente una persona dijo que lo había visto en la gasolinera y luego se metió entre las calles de Jamay, pero nadie daba señales particulares.
“Como que todo mundo ya sabía a lo que íbamos porque como que se habían puesto de acuerdo para no decirnos. Yo creo que sabían quién se lo había llevado y que se lo llevaron por trailero. Ese día supimos que se llevaron a otros cinco traileros, como que los necesitaban”, dijo Moisés.
Sus familiares interpusieron la denuncia ante la Fiscalía de Jalisco, en el municipio de Ocotlán, que se declaró incompetente y mandó el caso a la Fiscalía de Michoacán en el municipio de Zamora, mientras tanto lo siguieron buscando en la zona limítrofe.
“Estuvimos varios días hasta que unos conocidos nos dijeron que ya nos fuéramos, que ‘los malos’ ya estaban detrás de nosotros checándonos y que nos iban a levantar. Yo siento que ellos mismos pusieron a mi hermano, pero no pudimos seguir buscando”, dijo Moisés.
Más de dos años después, la familia de César Alarcón sigue tras el rastro tratando de armar el rompecabezas de su desaparición, Moisés y su cuñada Carmen se integraron a los colectivos de búsqueda de desaparecidos en Michoacán y Jalisco para tratar de encontrar a Aaron, el que es un chingón, tanto que su 10-28 es perrazo.
Necesitamos coyotes
“Ira, nomás con que se regresen los coyotes, a ver si no corrieron con los putazos”, dijo el muchacho, joven, flaco, sicario convertido en autodefensa, con la encomienda de cazar a sus antiguos jefes, con manchas de desnutrición en la cara y una escuadra 45 fajada en la cintura que le regalaron sus antiguos patrones.
El minúsculo cuartito de madera donde se escondían los halcones en la sierra de Arteaga voló en pedazos. Tres granadazos lograron acabar con el escondite y sus ocupantes. El aroma del hierro de la sangre penetra la nariz a varios metros de distancia.
Ni siquiera se fija qué pasó adentro, es obvio que están muertos, el muchacho no va a verificar nada, solamente se acerca a remover la madera para que los animales carroñeros tengan acceso fácil a los cuerpos. Regresa a la camioneta y de dos golpes en la caja avisa a la columna que avance.
Es 2014 y en Michoacán la guerra es abierta y descarada, durante un tiempo los métodos de aniquilación no tienen que esconderse detrás de la máscara del Estado de derecho o la falacia de las instituciones o los derechos humanos.
—¿Viste quiénes eran? —pregunta uno, en cuanto avanzan las camionetas.
—No, ¿pa’ qué? —dice despreocupado— Si los conocía, de todos modos ya se los cargó la verga.
Todos asientan silenciosamente. El muchacho se recarga en la caja de la camioneta y se protege la cara del polvo, pareciera que se queda dormido por un rato, pero detrás de la playera que le cubre el rostro sus ojos se sienten abiertos y alerta.