Por Elizabeth Juárez Cordero
En la consolidación del Estado Constitucional democrático los organismos autónomos, juegan una suerte de brazo complementario o extensión del principio de división de poderes que, por su independencia con el poder público, como por la materia de sus funciones (elecciones libres, derechos humanos, transparencia, lucha anticorrupción, procuración de justicia, entre otros) son clave, en la permanencia del juego democrático.
Entendiendo el principio de división de poderes como un mecanismo constitucional que permite por un lado la especialización de tareas del Estado, no necesariamente exclusiva y sí en ocasiones con funciones concurrentes o colaborativas entre los poderes; como pueden ser las de tipo legislativas que comparten tanto poder el Ejecutivo como el Legislativo.
Al mismo tiempo, les son otorgadas claras facultades de control sobre sus contrapartes, que tienen como principal objetivo que “el poder controle al poder”, sin que ello se traduzca en la anulación del otro o en convertirse en acérrimos opositores; se trata en todo caso de salvaguardar el orden constitucional sobre los excesos siempre latentes, por parte de alguno de los poderes.
Por lo que respecta a los organismos autónomos, su reconocimiento constitucional y normativo, así como el refrendo de su autonomía en la toma de decisiones cotidianas, son la primer y principal expresión de su legitimidad, cuyas funciones constituyen sino una oposición, sí un límite constitucional al poder público. Y esta es la premisa base a partir de la cual, materias como la transparencia, la organización de elecciones, procuración de justicia o la garantía de los derechos humanos, deben estar por encima de la voluntad del gobierno en turno.
La existencia y garantía de los principios de separación de poderes y el respeto a los derechos humanos, son el muro de contención constitucional que frena las trasgresiones y excesos del poder. Y en ese propósito, los organismos autónomos aún fuera de la separación clásica de poderes fungen también como garantes del Estado constitucional democrático frente a las ondas expansivas del poder.
La historia reciente, da muestra que aun cuando se traten de gobiernos legítimos y democráticamente electos, y en cuyos marcos normativos se encuentren establecidos de manera explícita los límites a su poder, estos pueden encontrar atajos que anulen dichos controles, y que muy probablemente terminen tarde o temprano transitando hacia otro tipo de régimen, con una base de legitimidad democrática, pero concentrador o autoritario a la hora de ejercer el gobierno.
Del mismo modo, las instituciones autónomas como otra expresión del poder público no están exentas de transgredir o extralimitarse en sus funciones, pues aún cuando no tienen como origen el voto popular, pues su legitimidad recae en la Constitución y los marcos normativos, tal como se afirmaba en los primeros renglones, además de la especialización y la toma de decisiones independiente; estas están obligadas a socializar la importancia de su materia como parte del interés colectivo y por ende de la vida democrática.
Es obvio que, por la naturaleza de sus funciones, los organismos autónomos deben responder a los preceptos y principios constitucionales, y bajo ninguna circunstancia subyugarse al poder de las mayorías electorales, hacerlo sería corromper su propia función. Sin embargo, aun cuando no se encuentre de manera explícita la función de sensibilizar, promover y fomentar los valores que subyacen a su razón de ser, como la democracia misma, el Estado de derecho, la justicia, transparencia, derechos humanos, rendición de cuentas, cultura de paz, entre otros; es ineludible que estos organismos lleven a cabo intervenciones educativas, como de reflexión que de manera directa o indirecta, otorguen a los ciudadanos los elementos mínimos de su función y al mismo tiempo les acerquen con quienes realizan estas tareas, tanto, como con los valores que buscan salvaguardar.
La socialización y democratización de la función, como su permeabilidad en el interés colectivo, es en principio responsabilidad de quién ejerce la función de órgano independiente del poder público, sí por la labor técnica que realiza, pero también por las acciones que promueve para informar y rendir cuentas a los ciudadanos sobre el impacto de la tarea en la vida pública.
Por lo que, aun cuando podamos estar en favor de hacer prevalecer la autonomía, estructura, procedimientos y normatividad de quienes realizan estas tareas vitales para el Estado democrático, no podemos ignorar el alejamiento y desdén con la que actúan, no pocas veces, quienes una vez ungidos en la función integran estos órganos, lo mismo en el orden nacional que local, desestimando la responsabilidad pública de salvaguardar las motivaciones de su existencia.
En resumen, lo que hoy le está pasando al Instituto Nacional Electoral, en la intentona de trastocar su funcionalidad como órgano autónomo, tiene dos promotores, uno más activo que otro, por un lado, quienes lo hacen desde una clara intencionalidad política y por otro quienes de manera pasiva dejaron que ocurriera.
Dos consejos de amor no pedidos, por aquello del 14 de febrero:
- La democracia es como el amor; hay que practicarla todos los días. Maquío
- Hacer el amor, es fomentar la paz y la salud mental.