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Tras las huellas de la peligrosidad. La teoría criminológica de Cesare Lombroso

Por Graciela Velázquez Delgado y María Christiansen

Universidad de Guanajuato
 

La noción escandalosa… de peligrosidad significa que el individuo debe ser considerado por la sociedad en el nivel de su virtualidad, y no en el nivel de sus actos.

Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas (1992).

 

Introducción

La industrialización del siglo XIX en Europa trajo aparejada una solvencia económica para las clases pudientes, pero también un aumento de la delincuencia, pues con la idea de trabajar en las fábricas, un alto grado de individuos emigró hacia los países más desarrollados como Francia, Alemania, Inglaterra e Italia. Pero no todos los que emigraban del campo a la ciudad o de un país a otro encontraron empleo, así que se fueron hacinando en los lugares más lúgubres de las ciudades, en las calles principales, en los mercados, en estaciones del ferrocarril y en diversos lugares en donde vivían las clases trabajadoras. Por supuesto el desempleo no sólo afectó a los emigrantes sino también a los habitantes oriundos de dichos países, pues las máquinas habían sustituido a los hombres en las labores fabriles provocando miseria y marginación, de tal manera que, poco a poco, algunos individuos recurrieron a la criminalidad como una forma de subsistencia en las urbes más importantes y cosmopolitas de dicho continente.
Los altos índices de criminalidad eran tan alarmantes que preocuparon a los gobernantes de los estados nacionales de reciente creación, así que se dieron a la tarea de implementar medidas de seguridad de todo tipo para lograr controlarla y prevenirla[3]. Durante el curso de este siglo, las formas occidentales de percibir y de  procesar a los criminales se sometieron a transformaciones radicales: por un lado, las leyes penales fueron modificadas para manejar nuevas formas de criminalidad industrial y urbana, las formas de castigo fueron redefinidas, el encarcelamiento llegó a tener el significado universal de retribución social y las fuerzas policiacas fueron reconfiguradas en redes nacionales[4]; por otro, el capitalismo industrial apuntala el despliegue de diversas instituciones como las escuelas, las fábricas, los hospitales y las prisiones para vigilar y castigar, examinar y clasificar, educar y disciplinar a los hombres[5].
En todo este entramado histórico, la noción de peligrosidad se convirtió en la clave para tratar de explicar y prevenir la criminalidad, se trataba pues de hacer visible lo que era invisible, es decir, a través del examen riguroso del cuerpo humano se pretendía descubrir la peligrosidad del hombre. En este contexto surgen varias disciplinas que prontamente se elevaron al rango de ciencias, y otras que empezaron a luchar por ser consideradas como científicas. Es por eso que algunas de ellas, a pesar de que sus prácticas no eran del todo científicas, se empeñaron en hacerlas pasar como tales. Carlo Ginzburg asevera que en la década de 1870-1880 comenzó a afirmarse en las ciencias humanas un paradigma denominado indiciario, que consiste en tomar en cuenta las huellas, los síntomas y los indicadores bajos y triviales que no eran valorados en las ciencias naturales[6]. No obstante que este modelo indiciario o sintomatológico era muy fértil en la búsqueda de hipótesis interesantes, fue avasallado por el paradigma galileano, por la matematización y cuantificación de los fenómenos por medio de razonamientos inductivos. Es por esta razón que, aunque muchas de las prácticas de algunas disciplinas se fundamentaban en razonamientos conjeturales los confundieron con inducciones o bien ocultaron, eclipsaron o desconocieron dichas prácticas para que no se les regateara su estatus de cientificidad.

Este es precisamente el caso de la criminología, la cual, al menos en el pensamiento de Cesare Lombroso (1835-1909), manejó la sintomatología como una herramienta de su formación médica, así que, aunque las mediciones aportaban únicamente conjeturas vagas sobre un “algo” interno y profundo de la esencia del “hombre criminal”, él las convirtió en pruebas irrefutables. Para la justificación de sus hipótesis utilizó los conocimientos que se habían establecido o descubierto en otras disciplinas, además de recurrir de manera constante a la analogía, a las máximas ideológicas, a los juicios de valor y las frases populares para fundamentarlas. Ahora bien, en la historia de la ciencia, a la antropología criminal del siglo XIX no se le ha considerado digna de prestarle atención, por ser  apreciada al igual que la alquimia, la astrología o la frenología como ciencia espuria a la que se invoca para hacer visibles las diferencias entre las formas puras e impuras de conocer. Se le han hecho juicios sumarios por parte de científicos e historiadores de la ciencia, por ejemplo, aunque Stephen Jay Gould en The Mismeasure of Man (1981) promete no hacer juicios de “los malvados deterministas que se apartan del sendero de la objetividad científica y los esclarecidos antideterministas que abordan los datos con imparcialidad y por lo tanto logran ver la verdad” [7], termina clasificándola como una disciplina “pseudocientífica”. Y, aunque se le reconoce en la actualidad a Lombroso como uno de los principales impulsores de la cientificidad de la criminología en el siglo XIX, esto no lo hace ganador de la simpatía actual de los criminólogos ni de los historiadores de la ciencia. Marc Renneville menciona que Pierre Darmon (1989) lo cataloga como “una mitificación pura y simple”, y Jean Michel Labadie (1995) dice al respecto que es “un trabajo teórico” destinado a “hundirse lamentablemente en el olvido” [8]. Estos juicios llevarían a considerar como poco fructífero realizar un análisis de este criminólogo, pero para la historia de la ciencia es importante la indagación de las condiciones en las que surgen o desaparecen conceptos, teorías y sistemas cognitivos. Entones, más que asumir una posición normativa de la verdad de estas teorías nos interesa escudriñar sobre las condiciones que hicieron posible que una teoría sobre la peligrosidad del individuo tuviera tanta aceptación, no sólo en el escenario científico, sino en un ámbito popular.
Este artículo está enfocado en la antropología criminal italiana del siglo XIX, en una serie de discursos y prácticas para cualificar y cuantificar los cuerpos de las personas consideradas como “peligrosas”. Discursos en los que el cuerpo fue visto como un índice de los estados interiores y disposiciones de los individuos sospechosos, un signo del estado de evolución de los grupos, y un indicador, más o menos fidedigno, de los riesgos presentes y futuros de la sociedad. Los cuerpos fueron medidos, manipulados, esbozados, fotografiados y mostrados, con el fin de que los jueces, penalistas y educadores pudieran guiarse en la identificación de los individuos para desarrollar medidas apropiadas de profilaxis social. Se analiza el surgimiento científico de una de las ciencias de la desviación como es la criminología, adentrándonos en las prácticas que permitieron que fuera considerada como una ciencia legítima en dicho siglo. En particular se indaga sobre la noción de “peligrosidad” que fue objeto del nuevo discurso de la criminología para hacerla visible en la sociedad, pero que amenazaba con seguir siendo invisible si no se adoptaban formas rigurosas de identificación, clasificación y prevención. Todo ello permitió que Lombroso afirmara que el criminal estaba vinculado con una anatomía anormal creando estereotipos y estigmas que no pocas ocasiones convalidaron la exclusión de los individuos catalogados como criminales.
 

La antropología criminal de Cesare Lombroso: peligrosidad y atavismo

La criminología en el siglo XIX alcanzó un estatus de ciencia, dejando atrás su etapa pre-científica en la cual la conducta delictiva de los seres humanos había sido relacionada con cuestiones metafísicas como la influencia de los astros o seres demoniacos que controlaban sus actos. Aunque los orígenes sobre la cientificidad de la criminología son difusos y divergentes, algunos autores mencionan que se convirtió en una disciplina de rango científico con los estudios estadísticos de Michel André Guerry, Essai sur la Statistique Morale de la France (1833) y de Lambert Adolphe Jacques Quetelet, Sur l´homme et le développement de ses facultés ou Essai de Physique Sociale (1835)[9]. La innovación de estos tratados es que empezaron a utilizar las estadísticas como un medio probatorio para cualquier fenómeno.
Lo cierto es que a partir del siglo XIX, los criminólogos se distanciaron de los criminólogos clásicos[10] como Cesare Bonesana (marqués de Beccaria) en su Dei Delitti e delle Pene (1764), John Howard, en The State of the Prisions (1777), y Jeremy Bentham, en Treaties of Civil and Criminal Law (1820) por considerar que el objetivo de la criminología era defender a la sociedad de la “necesidad natural” del crimen y no centrarse en discursos abstractos sobre los delitos[11]. Sin embargo ha sido lugar común que se considere que su cientificidad se dio a partir de los estudios de Lombroso sobre los rasgos antropológicos de los criminales cuyos resultados fueron publicados en 1876 en su libro L´uomo delinquente, así como de la publicación de obras de otros criminólogos italianos como Raffaele Garofalo, Criminologia: studio sul delitto e sulla teoria della repressione (1885), y Enrico Ferri, Sociologia Criminale (1884).
La antropología criminal no era un saber aislado, sino todo lo contrario, para justificar sus hipótesis recurrieron a diversas teorías y “descubrimientos” que surgieron en otras disciplinas como la medicina, la biología, la fisiología, la psiquiatría, la botánica, la zoología, la paleontología, la etnología, la lingüística y la filosofía, así como en saberes que contenían elementos metafísicos como serían la caracteriología, la fisiognomía y la frenología, entre otras. Muchos de los saberes mencionados anteriormente eran puramente indiciales o conjeturales, pero los criminólogos italianos los consideraron como si fueran conocimientos de carácter objetivo y verdadero. De tal suerte que no es de sorprender que aplicaran virtualmente la totalidad del conocimiento contemporáneo a su objeto de estudio y que en conjunto favorecieran a la elaboración del discurso criminológico[12]. Lejos de estar incomunicados, los criminólogos discutían y debatían constantemente en las conferencias internacionales en las que se exponían mediciones, gráficas, fotografías, pinturas y tablas originadas en las obras y laboratorios de los estudiosos de la ciencia como Charles Darwin, Francis Galton, Camillo Golgi, Angelo Mosso, Bernard Perez, Giuseppe Pitrè, Moritz Shiff, Rudolf Virchow, Richard von Krafft-Ebing, Emile DuBois-Reymond, y Carl Ludwing [13]. Todos estos discursos fusionados, entretejidos o entrelazados coexistieron a la vez dando sustento y soporte a diferentes ideas sobre la criminalidad, a veces de manera contradictoria, pero que en el discurso criminológico parecían sumamente coherentes. Respecto a estos discursos o prácticas discursivas Foucault afirma que “lo que habría que caracterizar e individualizar sería la coexistencia de esos enunciados dispersos y heterogéneos; el sistema que rige su repartición, el apoyo de los unos sobre los otros, la manera en que se implican o se excluyen, la transformación que sufren, el juego de su relevo, de su disposición y de su reemplazo”[14].

Entre todos estos discursos, la criminología italiana en las postrimerías del siglo XIX se posicionó como un discurso y una práctica moderna y científica, con ligas no solo con la teoría evolutiva, sino también  con la emergencia de la ciencia de la estadística. La criminología emergió como una ciencia humana que relacionó la criminalidad con otros problemas sociales como la pobreza y la enfermedad, que de acuerdo a la creencia positivista del progreso, podrían ser evitados con los avances científicos[15].
La nueva escuela de antropología criminal se centró en dos polos principales: por un lado, la sociedad (imaginada como un objeto de profilaxis y defensa) y, por otro, el criminal (imaginado como un individuo peligroso). Aunque los criminólogos italianos compartían estos dos polos, fueron diferentes las perspectivas de abordarlos. Cesare Lombroso y Enrico Ferri se inclinaron hacia el determinismo, y dentro de éste hubo dos posturas: una de ellas que daba prioridad a la herencia patológica (determinismo biológico) defendida por Lombroso, y otra que priorizaba los factores sociales (determinismo social) postulada principalmente por Ferri.
Lombroso era un médico militar que además perteneció al Partido Socialista  Italiano (PSI) en el tiempo en que las teorías del determinismo biológico y racial estaban relacionadas con las naciones de derecha [16]. Él fue un hombre sumamente culto que abrevó de las teorías científicas más prestigiosas de su época para fundamentar sus trabajos, esto se puede constatar a lo largo de sus publicaciones, en las que constantemente cita libros, revistas y estudios discutidos en los congresos internacionales a los que asistía de manera asidua. Al principio de sus investigaciones, ocasionalmente se basó en saberes como la fisionomía y la frenología con los cuales se propuso encontrar indicios de los estados morales e intelectuales en las superficies del cuerpo, particularmente en el nivel de la cabeza y la cara. Sin embargo, más tarde, rechazó las lecturas de los frenólogos a favor de experimentos fisiológicos, de investigaciones anatomo-patológicas y de la antropometría –la medición precisa de las dimensiones y relaciones de las partes del cuerpo desarrollada por la estadística social de Adolphe Quetelet (1796-1874) [17].
Como médico le llamaron poderosamente la atención varias enfermedades, entre ellas, la pelagra y la locura, y puso particular interés en investigar sobre las diferencias entre el cuerpo del hombre criminal y el del alienado, así que consideró imprescindible encontrar criterios que los distinguieran para lograr predecir la peligrosidad y controlar la criminalidad. Antes de que publicara su obra L´Uomo Delinquente (1876), en la que expondría su teoría sobre el hombre criminal, realizó en 1871 una investigación forense sobre el cráneo de un criminal llamado Giuseppe Villella, en la cual observó una serie de anomalías o deformidades craneales que le permitieron pensar que había algunas similitudes entre los cráneos de los hombres delincuentes y el de los animales, y por ende, también esa compatibilidad incluía los comportamientos[18]. Las anomalías encontradas en Villela le hicieron plantearse la hipótesis principal de que “los caracteres de los hombres primitivos y de los animales inferiores se reproducían en nuestro tiempo”[19]. Esta analogía estaba sustentada en la teoría evolucionista de las especies de Charles Darwin. Para Lombroso los hombres criminales eran atávicos, no habían evolucionado. Todos estos supuestos y la examinación del cuerpo de Villela le hicieron pensar que había descubierto el secreto de la criminalidad, la frase siguiente es indicativa de lo anterior:
Esto no fue meramente una idea sino una revelación. En la señal de que el cráneo, me pareció ver de repente, se iluminó como una vasta llanura bajo un cielo en llamas, el problema de la naturaleza del criminal, un atavismo llega a ser lo que produce en su persona los feroces instintos de la humanidad primitiva y de los animales inferiores [20]
Así que, con esta hipótesis en mente, buscó descubrir en los cráneos de los hombres criminales como el de Villella y el de otro llamado Verzeni, un estrangulador que mordía la carne y bebía la sangre de sus víctimas, la similitud entre ellos y los animales inferiores, y que según él, de acuerdo con tales autopsias eran las siguientes:
Esto fue explicado anatómicamente por las enormes mandíbulas, pómulos altos, arcos supraciliares prominentes, líneas solitarias en las palmas, extrema medida de las órbitas, se encontraron en forma oídos sésiles en los criminales, salvajes, y en los monos, insensibilidad al dolor, extremadamente vista aguda, tatuados, excesiva ociosidad, amor y orgías, y su irresistible ansia por el mal para su propio placer, los deseos no sólo de extinguir la vida en la víctima, sino mutilar el cuerpo, desgarrar su carne, y beber su sangre” [21]
Además de retomar las teorías evolucionistas darwinianas, también se basó en el principio biológico de recapitulación, sistematizado y difundido por el zoólogo alemán Ernst Haeckel en 1866 que planteaba que la ontogenia recapitula la filogenia:
La ontogenia, o el desarrollo de los individuos orgánicos, considerada como una secuencia de formas que cambia a lo largo de todo individuo orgánico durante su existencia individual, está inmediatamente determinada por la filogenia o el desarrollo del grupo orgánico (phylum) al que pertenece. La ontogenia es una breve y rápida recapitulación de la filogenia, determinada por la función fisiológica de la herencia (reproducción) y la adaptación (nutrición)[22].
Este principio, en palabras de Gould, es el proceso en el “que a lo largo de su crecimiento, cada individuo atraviesa una serie de estadios que corresponden, en el orden correcto, a las diferentes formas adultas de sus antepasados”[23]. Lombroso adaptó la ley de Haeckel a sus presupuestos cognitivos sobre el hombre criminal de la siguiente manera: “todos los niños de los países civilizados manifiestan propensiones criminales, como los primitivos, pero una educación normal los vuelve generalmente honestos, adaptados a su sociedad” [24]. Definitivamente, pensaba que la educación solamente funcionaba para aquellos que eran normales, no para los anormales como los hombres criminales, quienes habían nacido con caracteres degenerados o atávicos. De hecho, Lombroso consideraba que el atavismo era compartido entre los infractores o delincuentes y los pueblos primitivos que se encontraban en un estado infantil de evolución. La descripción de su clasificación del hombre atávico la basó en el examen de diferentes comportamientos animales, en el de algunos grupos humanos considerados como salvajes o incivilizados, y en los comportamientos infantiles[25].
En este orden de ideas, es necesario comentar que no fue casual que la primera parte de su libro la titulara de un modo muy revelador: “embriología del crimen”. En el primer capítulo de esta parte titulado “el crimen y los organismos inferiores” y el primer punto “los equivalentes del crimen en las plantas y los animales” hace una analogía de las plantas insectívoras y de los animales que califica como asesinos y los equipara con los asesinos humanos. Por ejemplo, utiliza la siguiente analogía para fundamentar lo anterior: “Todas las plantas cometen verdaderos asesinatos sobre los insectos” [26][27]. Más adelante, cuando habla de los animales dice que “también la muerte para procurar alimentos, incluso el abuso y el asesinato por parte de los dirigentes de la tribu, hechos que corresponden a nuestros delitos por ambición, que se observan en los caballos, los toros y los ciervos” (Lombroso, 1887, p. 36). Menciona incluso ejemplos de canibalismo simple que retoma de Lacassagne:  “a pesar de lo que dice el proverbio que pretende lo contrario, los lobos se comen entre ellos. Los ratones campestres caen en la trampa, y se devoran unos con otros. Las ratas hacen lo mismo…la voracidad y el canibalismo de los lucios son bien conocidos. Dos grillos en una caja se devoran entre ellos”[28].
En otros pasajes, Lombroso equiparó los comportamientos de los hombres  criminales con los de los animales. En este ejemplo retomado de Rousse plantea que el robo también es practicado por los animales: “Un gran perro en Rennes era sospechoso de robar y comer ovejas; su dueño lo negó, ya que nunca lo había encontrado sin su bozal. Pero, una vez, él observó detenidamente a su perro, y vio que al anochecer, se desató el bozal y devoró su presa, después, lavó su hocico en el agua, volvió a ponerse el bozal y regresó rápidamente a la perrera”[29]. Este era el caso en el que Lombroso consideraba que aunque las especies fueran domesticadas estaban predispuestas a “delinquir”. De igual manera, los hombres atávicos tenían una gran inclinación a cometer crímenes, por más que hayan tenido una educación, y los que ya habían delinquido eran altamente propensos a reincidir.
Por supuesto, son innumerables las analogías que utiliza Lombroso para demostrar el parecido de los animales con los humanos en cuanto a la voracidad asesina. Todas estas analogías estaban fundamentadas en la hipótesis de que el hombre atávico o criminal nato tenía caracteres hereditarios degenerados de la evolución, así que consideraba que la etapa anterior al ser humano había sido salvaje y animal. Esta observación era puramente conjetural, pues solamente se había realizado en un solo individuo, pero en lugar de considerarlo de esa manera, Lombroso fue más allá, pensó que había encontrado la teoría que sustentaba la conducta criminal, por lo cual procedía (de acuerdo a su prescripto espíritu positivista) la subsecuente búsqueda y acumulación de los hechos o casos que le permitieran verificarla.
 

Construcción de pruebas: Medición y fotografía

La teoría de que el hombre criminal era producto del atavismo, llevó a Lombroso a construir pruebas para demostrarla. Para ello recurrió a múltiples discursos científicos, médicos y culturales. Pero, lo que verdaderamente permitió hacer evidentes sus teorías fueron las mediciones o cuantificaciones de los cráneos, pues, aunque Lombroso, en un primer momento tuvo una actitud escéptica hacia la antropometría, especialmente hacia la antropometría craneal, posteriormente tuvo una fe ciega en ella. Lombroso anticipó que las medidas de cuerpos muertos y vivos podían revelar correlaciones entre la peligrosidad criminal y sus características como el peso, la altura, las proporciones de los miembros y la capacidad craneal.
Además de realizar la autopsia del delincuente Villela, Lombroso hizo 400 autopsias forenses, más de 6,000 análisis de delincuentes vivos, además de realizar más de 25,000 observaciones de reclusos de varias prisiones europeas [30]. Con todas estas observaciones inductivas presentó sus conclusiones y sus clasificaciones sobre los diferentes tipos de delincuentes (nato, loco moral, epiléptico, loco, ocasional, pasional)[31]. El supuesto ontológico oculto detrás de esta idea era que desde los orígenes del hombre los caracteres biológicos se transmitían inalterables a través del tiempo, por tanto, los hombres atávicos heredaban sus caracteres degenerados a los hombres criminales.
Las mediciones y las estimaciones de las estructuras anatómicas patológicas, en un principio, fueron hechas en la cabeza, puesto que los científicos de esa época asumieron el supuesto de que en ella se encontraban las mayores anomalías. Es por ello que Lombroso y sus colegas midieron o calcularon la capacidad craneal, la capacidad cerebral, la circunferencia, las circunferencias anteriores y posteriores, las proyecciones anteriores, arcos y curvas, el índice vertical, índice frontal, índice cráneo-mandibular, anchura y altura de la cara, índice nasal, diámetro mandibular, la capacidad del centro occipital, capacidad orbital, índices céfalospinal y céfalo-orbital, ángulo facial, y distancia de la espina nasal inferior y posterior de ambos lados de la cara. Finalmente, ellos clasificaron los cráneos basados en el índice cefálico (la ratio de la máxima anchura del cráneo al máximo de la longitud), dividiéndolos en categorías como dolicocefálicos, mesocefálicos, braquicefálicos y ultrabraquicefálicos[32].

Más tarde, Lombroso incluyó en los estudios y observaciones todas las demás partes del cuerpo como los oídos, la nariz, los ojos y la boca, para lo cual, recurrió a la fisiognomía como una aliada muy importante de la criminología para legitimar sus teorías, ésta se basaba en la idea de que los rasgos faciales, la forma de la cabeza y el cuerpo eran reveladores del carácter de un individuo [33]. Apegado a los manuales de fisiognomía manifestó que:
Los homicidas habituales tienen ojos vidriosos, fríos, inmóviles, al mismo tiempo sanguinarios e inyectados, la nariz es a menudo aquilina, más bien torcida o de halcón, siempre voluminosa; las mandíbulas son robustas, las orejas largas, los pómulos largos, el pelo rizado y oscuro. A menudo la barba es escasa, los dientes caninos muy desarrollados, labios delgados. Frecuentemente con nistagmo o contracciones en un lado de la cara, que muestra la proyección de los dientes como una señal de amenaza” [34].
Igualmente, se midieron en los criminales la altura y peso, el alcance de las manos, la circunferencia del torax, la longitud de los dedos, y el ancho del espacio entre los dedos de los pies. También notó en ellos la presencia o ausencia de barbas, la prevalencia de cabello gris y calvicie (ambos muy raros entre los criminales, epilépticos y cretinos, ligado a  su “reducida sensibilidad emocional”) [35].
Como muchos de sus estudios revelaron diferencias minúsculas para la identificación de individuos peligrosos, desechó la craneometría y se decantó por experimentos fisiológicos para medir y completar sus estudios sobre las anomalías de los hombres criminales. El Capítulo II de la tercera parte está dedicado a sus experimentos fisiológicos: utilizó varias técnicas para medir la sensibilidad de los delincuentes: algometría para cuantificar la intensidad del dolor, el esfigmógrafo para medir el pulso, la pletismografía para calcular la presión sanguínea. Además usó el nitrato de amilo, para observar la reacción cardiaca. En el caso del test del esfigmógrafo, el experimentador le mostraba al criminal: vino, cigarros, alimentos, dinero y figuras de mujeres desnudas para medir la respuesta [36]. Sin embargo, el diseño de los test estuvo determinado por máximas ideológicas sobre el comportamiento correcto, pues la elección de cada uno de estos objetos (vino, cigarros, figuras de mujeres desnudas, etc.) presupone una serie de máximas ideológicas sobre el comportamiento típico del criminal, como por ejemplo, a ellos les gusta beber o disfrutan de las orgías[37].
Fisiológicamente el criminal fue distinguido por una insensibilidad general, “los sentidos estaban poco desarrollados, su vista era muy aguda y era capaz de soportar el peor dolor sin tener reacciones. A menudo son zurdos, se sonrojan con dificultad, y tienen por encima de la media la temperatura y el pulso. Su insensibilidad física fue duplicada por una moral, el sentido moral, en la mayor parte de ellos, se carece absolutamente”[38]. Al respecto, él concluyó que “su insensibilidad física recuerda lo suficiente a los pueblos salvajes que pueden afrontar en los inicios de la pubertad, las torturas que no soportaría jamás un hombre de raza blanca”[39].
Las inducciones que realizaba Lombroso, tal parece que no eran suficientemente convincentes, así que recurría a las analogías para darles fuerza argumentativa.  El criminal fue imaginado como un enfermo o persona monstruosa, en este sentido, las mediciones de las diversas partes del cuerpo las relacionaba con los delitos que habían cometido, por lo tanto, el criminal con una gran circunferencia craneal era proclive a ser jefe de criminales, falsificador o estafador, mientras que los carteristas tenían manos largas; los asesinos portaban mandíbulas voluminosas, zigoma ampliamente espaciado, cabello blanco y delgado, barba escasa y cara pálida; los violadores tenían manos cortas, índices lentos, medio-cefálicos, cabello rubio, y anomalías de los genitales y la nariz; los pirómanos poseían un cuerpo de bajo peso, largas extremidades, cabezas pequeñas y anómalas; los estafadores contaban con largas mandíbulas y pómulos, peso elevado, cara pálida y frecuentemente parética [40].
Asimismo, este criminólogo reconoció que algunos rasgos anómalos del cuerpo criminal no eran producto de la herencia, sino causados por patrones de comportamiento, por ejemplo, la alta frecuencia de arrugas en las caras de los criminales se debía a su hábito de reírse cínicamente. Por otra parte, las arrugas de los criminales tendían a estar confinadas en la nariz y la boca, mientras que los ojos saltones y las caras pálidas eran efectos de hiperemia cerebral, en tanto que la delgadez de los labios podía acreditar la disposición reiterada de expresiones de odio. Las gesticulaciones faciales repetitivas como el apretón de la mandíbula diagnosticaban un esfuerzo físico violento o un acto de revancha[41].
Todas las anomalías encontradas fueron leídas como indicios de algo más (atavismo, degeneración y peligro social) por lo que desempeñaron un papel muy importante en la semiología médica en la que estaba inmerso Lombroso. Esta semiología médica no sería posible sin un marco interpretativo que le daba coherencia a todo lo que el médico observaba. De esta manera emergen posibilidades interpretativas de los datos que Lombroso presentaba.

Ahora bien, considerando que para Lombroso la realidad era dada y la verdad era absoluta y acumulativa, su rol como científico consistía en elegir, reunir y ensamblar los resultados de las investigaciones para presentarlos como “hechos” perceptibles, esto explica la razón de que muchos de los argumentos utilizados en sus textos criminológicos para producir conocimiento científico estuvieron directamente apoyados en inducciones, analogías, en razonamientos de sentido común, en proverbios, y en obras y trabajos de arte para explicar la peligrosidad de los hombres criminales. Es decir, utilizaba por igual conceptos de la antropología como el primitivismo, descripciones morales como la barbarie, descripciones sociales de los hábitos según el lugar de origen, y definiciones médicas de los tratados anatómicos de lo “normal” y “patológico”. Todos estos conocimientos le permitieron “leer” los cráneos y relacionarlos con el vicio, la inmoralidad y lo antisocial [42].
Otra prueba de la peligrosidad llegó por medio de la fotografía, que fue considerada como un reflejo objetivo y fiel de la realidad y fue parte de la evidencia que los criminólogos utilizaron como recurso probatorio y soporte visual de las teorías sobre los criminales. El cuerpo fotografiado se volvió portador de información para identificar a los sujetos “desviados” y “enfermos” y a los “normales” o “sanos” [43]. Lombroso para sus investigaciones llevó a cabo largas sesiones de fotografías de los prisioneros de Pavia en donde trabajaba. Éstas eran tomadas a los delincuentes y agrupadas según sus rasgos físicos, ya fuera como tipos naturales, tipos étnicos o tipos raciales. Después de fotografiar, clasificar y ordenar la información obtenida acerca de los hombres criminales, se contrastaban con algunas de las mediciones de la población considerada como normal para verificar sus diferencias. En cuanto a los tipos naturales eran los más estudiados pues se consideraba alarmante la posibilidad de que los rasgos de los hombres salvajes, inferiores o atávicos estuvieran presentes en los hombres de la sociedad decimonónica.
En la primera edición de L´Uomo delinquente incluyó 18 imágenes, pero ninguna de ellas eran fotografías; para la quinta edición se reprodujeron varios materiales gráficos y, además, se publicó un Atlas por separado. De acuerdo a su autor, el objetivo del Atlas fue “ofrecer al lector los medios para verificar, por sí mismo, la verdad de sus afirmaciones”. Por lo tanto, el Atlas fue la parte “más importante” de su trabajo, porque incluyó materiales de su propiedad y otros recolectados o construidos por otros científicos como fotografías, gráficas, mapas, muestras de escritura y esbozos de tatuajes[44].
Muchas de las fotografías que reprodujo Lombroso habían sido recolectadas por Alphonse Bertillon para documentar la criminalidad e identificar legal o civilmente a los individuos infractores. A esta técnica, Bertillon la llamó “sinalética” para identificar a los delincuentes por la medición de las partes de su cuerpo y la cabeza, y por sus marcas individuales como tatuajes y cicatrices con la finalidad de evitar detenciones y acusaciones erróneas y asegurar la identificación y el castigo adecuado de los reincidentes[45]. El objetivo de Lombroso también era identificar a los criminales, pero antes de que delinquieran, es decir prevenir el delito diagnosticando su peligrosidad, pero su método era semiológico, que a decir de Carlo Ginzburg es aquel en el que los detalles que habitualmente se consideran poco importantes o sencillamente triviales, “bajos” como la cara del enfermo que describía el rostro del moribundo: los ojos y pómulos hundidos, las orejas frías, el tiritar, el color y la piel seca de la cara, su color plomizo, pueden proporcionar la clave para tener acceso a la diagnosis [46]. Es decir, descifrando el síntoma se puede llegar a conocer la enfermedad.
Las fotografías le sirvieron a Lombroso para hacer visible lo atávico o aspectos patológicos de los individuos peligrosos, quien podría o no transgredir la ley. Lombroso no fue ciertamente indiferente a las ciencias policiales; pero el objetivo de sus lecturas en las páginas de L´Uomo delinquente no fue la identificación, sino el reconocimiento de la peligrosidad. La semiología de la peligrosidad  de los criminales fue una técnica destinada a desentrañar las características anómalas y atávicas típicas de los cuerpos de los individuos peligrosos[47]. En este sentido, la fotografía permitió ver más allá del simple rostro del delincuente, hizo posible la visualización de las características y diferencias de los hombres anormales de los normales, incluso, categorizó de manera observable los comportamientos deseables de los indeseables, los comportamientos peligrosos de los que no lo eran, en fin, clasificó no solamente comportamientos, sino que permitió estigmatizar a un grupo denominado como criminal.
Los antropólogos, sociólogos, médicos y demás interesados en las fotografías del siglo XIX tenían como finalidad aportar un testimonio con carácter epistemológico. Si bien su pretensión era que por medio de la fotografía se conociera al otro, la forma de presentarla no era desinteresada, obedecía a una construcción cultural que el individuo experto se había formado en la sociedad a la que pertenecía. De manera que hay una gran diferencia entre lo que es real y lo que es representado en las fotografías, éstas son un dispositivo para la construcción de modelos sobre las cosas, y no sólo una forma de presentarlas[48].

Cuerpo y Estigmatización

La peligrosidad, de acuerdo con Michel Foucault, dio lugar a que se empezara a caracterizar y clasificar a los individuos para prevenir la criminalidad. Por lo tanto, la sociedad fue dividida en una concepción dicotómica: en normales y anormales. Los individuos normales eran aquellos que basaban sus comportamientos en normas morales y jurídicas, mientras que los anormales eran los que se salían de la norma, los que atemorizaban a la sociedad porque no solamente transgredían las normas jurídicas, sino también las de la naturaleza. Los anormales eran clasificados como monstruos humanos (hermafroditas), individuos a corregir (locos, vagos y criminales) y onanistas (niños y adolescentes masturbadores). Todos ellos fueron considerados como “peligrosos”, y por consiguiente fueron marginados y excluidos en diversas formas por la sociedad a través de una sofisticada maquinaria  social que los disciplinaba y los castigaba[49].
Erving Goffman considera que para definir la anormalidad hay que partir de la normalidad, así los normales observan en las personas estigmatizadas un ser no totalmente humano y con base en ello se practica su discriminación y la construcción de una ideología que tiende a explicar la inferioridad de estos anormales o estigmatizados[50]. Goffman afirma que se pueden identificar tres tipos de estigma: las abominaciones del cuerpo, los defectos del carácter del individuo y los estigmas de la raza, la nación o la religión. En los defectos del carácter del individuo se incluyen a aquellos que no tienen voluntad, a los que muestran pasiones tiránicas o antinaturales, creencias rígidas, faltas y deshonestidad, aquellos que en su vida habían tenido perturbaciones mentales, que habían sufrido reclusiones por adicciones a las drogas o al alcoholismo o por suicidio, que eran homosexuales o que estaban desempleados[51].
 

 
A la luz de lo anterior y de manera retrospectiva, los criminólogos del siglo XIX les dieron contenido y solidez a sus teorías y a los estigmas sociales sobre los hombres anormales. La craneometría o anatomía de la cabeza fue una sub-especialidad de la antropología física que se considera como una de las que más influyeron en la consolidación de los estigmas de los hombres delincuentes. Según Lombroso, los  delincuentes portaban una serie de estigmas degenerativos físicos, psicológicos y sociales. Entre las características degenerativas que los hacían proclives a la delincuencia se encontraban: la baja capacidad encefálica, retraimiento de la frente, frontales desarrollados, orejas largas, caninos prominentes, maxilar protuberante[52]. También el excesivo desarrollo del cerebelo, asimetría del rostro, dentición anormal, el hoyuelo en medio del occipital, la frente huidiza y baja, gran desarrollo de los arcos supraciliares, asimetrías craneales, fusión de los huesos atlas y occipital, gran desarrollo de los pómulos, orejas en forma de asa, tubérculo de Darwin[53]. Entre las características degenerativas psicológicas, somáticas y sociales se encontraban los ataques epilépticos, la locura patológica y la excesiva fealdad, el uso frecuente de tatuajes, notable analgesia o insensibilidad al dolor, inestabilidad afectiva, uso frecuente de una jerga o lenguaje, altos índices de reincidencia[54].
Con el determinismo biológico (y sus rigidizantes connotaciones esencialistas e identitarias), quedó retroalimentada la justificación de la estigmatización entre los individuos, ya fuera por sus diferencias entre razas, tipos étnicos, género y estrato social, acentuando las diferencias entre los normales y los anormales[55]. A través de la fotografía también se difundieron diversos estereotipos de raza, género y clase que apoyaban la exclusión de los individuos considerados como anormales. Mientras los hombres normales eran fotografiados con la función de legitimar la institución familiar, la fotografía era en primer plano, el padre de pie, la madre sentada y rodeada de los hijos, vestidos con sus mejores galas y rodeados de objetos representativos como un reloj, una máquina de coser o una pintura[56]; los llamados anormales eran fotografiados en la cárcel, en la cual aparecía principalmente el rostro que regularmente estaba demacrado, desaliñado y descompuesto, pues habitualmente estas fotografías eran tomadas cuando el individuo ingresaba a la prisión, así que era muy común que al ingreso aún portaran signos de intoxicaciones por el alcohol o drogas.
Estos estereotipos difundidos en imágenes provocaban reacciones de miedo y terror de la sociedad hacia aquellos individuos considerados como peligrosos. Las consecuencias fueron evidentes, pues la sociedad reaccionó contra ellos, aislándolos, segregándolos y estigmatizándolos simplemente por el hecho de provenir de una clase social considerada inferior o por vivir en algún lugar conocido por su marginalidad e incluso por su condición de género. No hace falta decir que los criminales fueron totalmente excluidos del discurso criminológico que los deshumanizó: considerados por debajo de la escala evolucionaria, como un resultado del atavismo o degeneración, sus palabras no tenían ningún sentido, a menos que fueran interpretadas por los criminólogos. Decía Lombroso: “Ellos hablan diferente a nosotros, porque ellos no sienten de la misma forma, hablan como salvajes, porque son verdaderamente salvajes en medio de la brillante civilización europea”[57].
En virtud de lo descrito anteriormente, se puede evidenciar el destacado rol que desempeñaron ciertas ideas preconcebidas en el proceso de construcción de una percepción sesgada, la cual, a pesar de no reposar sobre sólidos fundamentos empíricos (y de nutrir prejuicios estigmatizantes), representó la principal aportación de la teoría criminológica de Lombroso sobre el hombre atávico. En efecto, no había evidencia de que los grupos considerados como primitivos fueran más propensos a la criminalidad; sin embargo, el empeño en mostrarlos de esta forma naturalizó que la sociedad reconociera al “hombre criminal” en diversos rostros que deambulaban por la ciudad. Por lo tanto, podría decirse que, estrictamente, no existió el “tipo criminal” sino que, las características que supuestamente lo describían, no hicieron otra cosa que apoyar la esencialización que Lombroso ya se había figurado en su mente (pues lo que pensaba sobre la criminalidad no era más que una construcción de significado cuyo conocimiento se transmitió a través de la cultura).

Conclusiones

Lombroso recurría a diversas herramientas argumentativas para hacer ver en los rostros y cuerpos el peligro latente del “hombre criminal”. Utilizaba proverbios, frases populares y analogías porque, tanto sus colegas como sus lectores estaban más familiarizados con estos recursos retórico-argumentativos que con los datos duros de la medición, esto hizo que las clasificaciones criminológicas fueran percibidas como autoevidentes o fácilmente observables en los individuos considerados como peligrosos.
Este tipo de argumentos muestran la fuerza invencible de la criminología y sus casi nulas posibilidades de ser refutada: los rostros y sus anomalías eran sinónimo de la peligrosidad. Incluso, un individuo podía ser un “hombre criminal” (que era un peligro para la sociedad) sin haber cometido algún crimen. No sabemos hasta qué punto incidieron los prejuicios de este criminólogo en su práctica y lo guiaron hacia conclusiones incorrectas, o bien, si debido a sus prejuicios distorsionó la recolección de datos para que cuadraran con sus conclusiones.
Hoy día, las fotografías tomadas en el siglo XIX con fines de investigación criminológica nos hablan más de quienes las tomaron que de los individuos que fueron fotografiados, en este sentido el observador se vuelve observado. Las fotografías tomadas por Lombroso y sus colegas no prueban nada por sí solas, necesariamente van acompañadas de un discurso elaborado por el observador, de tal forma que los estereotipos presentados por medio de las fotografías se objetivizaron de manera tal que parecen realidades incuestionables, pero no hay que olvidar que toda imagen naturaliza lo representado por medio del discurso que la acompaña.
Los criminólogos del siglo XIX siguieron los cánones dictados por las llamadas ciencias naturales, y se dieron a la tarea de establecer un método riguroso para identificar y caracterizar las conductas de los hombres criminales. Ellos se adhirieron a una serie de axiomas cientificistas del positivismo para estudiar las causas del delito y así lograr prevenirlo. También asumieron un realismo ontológico que consistía en postular que las acciones desviadas del delincuente eran realidades naturales, y que las teorías sobre la criminalidad eran dadas, reales y por lo tanto verdaderas. Establecido el realismo, consideraron también que el objeto de la criminología (hombre criminal) podía ser medible y podía ser observado y que no necesitaba ser especificado a través de modelos teóricos, además creyeron en la acumulación del conocimiento de las ciencias, de tal manera que todo lo que era verdad o se consideraba conocimiento en la botánica lo era en la lingüística, en la zoología o en la criminología. Todas las tesis correlacionadas establecieron los fundamentos epistemológicos para la producción de conocimiento en la criminología.
 
[1] Licenciada en Historia y Doctora en Filosofía por la Universidad de Guanajuato, Profesor Titular A del Departamento de Historia, División de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad de Guanajuato, México. Correo electrónico: gracevd@gmail.com
[2] Doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de México (UNAM), Profesor Titular A del Departamento de Filosofía, División de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad de Guanajuato, México. Correo electrónico: gmariachr@ugto.mx
[3]Ver las obras de Michel Foucault, Marie-Christine Leps, David G. Horn, Mary S. Gibson.
[4]Marie-Christine Leps, Apprehending the Criminal. The Production of Deviance in Nineteenth-Century Discourse. Durham and London, Duke University Press, 1992, p.2.
[5]Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. México, Siglo XXI, 1996, pp.222-24.
[6] Carlo Ginzburg, “Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales”. En: Ginzburg, Carlo, Mitos, emblemas e indicios, Barcelona, Gedisa, 1999, p. 140.
[7] Stephen Jay Gould, La falsa medida del hombre, Barcelona, Ediciones Orbis, 1986, p. 3.
[8] Marc Renneville, “Rationalité contextuelle eu présupposé cognitif le cas Lombroso”, Revue de Synthèse, 4 S. No. 4, oct-déc., 1997, pp. 497.
[9] German Aller Maisonnave, “Paradigmas de la criminología contemporánea”, Revista de Derecho Penal y Criminología. 3ª. Época, No. 5, 2011, p. 176.
[10] Maisonnave aclara que los llamados clásicos nunca se reconocieron como criminólogos, ni como clásicos, sino que esta denominación es posterior.
[11] Maisonnave, “Paradigmas…”, p. 177.
[12] Leps, Apprehending the Criminal, p. 44.
[13] David, G. Horn, The Criminal Body. Lombroso and the Anatomy of Deviance. New York, Routledge, 2003, p. 5.
[14] Michel Foucault, , La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1988, p. 56.
[15]Leps, Apprehending the Criminal, p. 2.
[16] Mary S. Gibson, “Cesare Lombroso and Italian Criminology”. En Becker, Peter y Richard F. Wetzell (Eds), Criminals and their Scientist. The History of Criminology in International Prespective,Cambridge, Cambridge University Press, 2004, p. 137.
[17] Horn, The Criminal Body, pp. 12-13.
[18] Gibson, “Cesare Lombroso…”, p. 139.
[19] Renneville, “Rationalité contextuelle…”, p. 498.
[20] L.Taylor, P Walton y J. Young, , La nueva criminología. Contribución a una teoría social de la conducta desviada, Buenos Aires, Amorrortu Editores,  2001, p. 59.
[21] Taylor, La nueva criminología, p. 59.
[22] Ernest Haeckel, (1866), General Morphology of Organism, Berlin, George Reimer, Vol. 2, 1866, p. 300. Citado por Gerhard Medicus, “The Innaplicability of the Biogenetic Rule to Behavioral Development”, Human Development, No. 35 (1), 1992, pp. 1-2.
[23] Gould, La falsa medida del hombre, p. 108.
[24] Renneville, “Rationalité contextuelle…”, pp. 498-499.
[25] Antonio García-Pablos de Molina, Criminología. Una introducción a sus fundamentos teóricos. Valencia, Tirant lo Blanch, 2013, p. 300.
[26] Cesare Lombroso, L´homme criminel, criminel- né, fou moral, epileptique, étude anthropologique et médico-legale. Trad. Su la IVe edition italienne par MM. Regnier et Bournet; et précédé d´un preface du Dr. Charles Letoruneau, París, Felix Alcan Editeur, 1887, p. 34 (Versión digital concedida por la Bibliotheque Nationale de France).
[27] Todas las referencias a la presente obra son traducciones de las autoras.
[28] Lombroso, L´homme criminel, p. 36.
[29] Lombroso, L´homme criminel, pp. 20-21.
[30] García-Pablos, Criminología, p. 299.
[31] El Atlas criminal de Lombroso, Valladolid, Sociedad Española de Criminología y Ciencias Forenses / Escuela de Criminología de Cataluña/ Editorial Maxtor, 2006.
[32] Horn, The Criminal Body, p. 13.
[33] María Christiansen, La arquitectura del destino. Análisis de la psicología del carácter desde una historiografía contextualista, Guanajuato, Universidad de Guanajuato, 2009, p. 31.
[34] Lombroso, L´homme criminel, pp.225-226.
[35] Horn, The Criminal Body, p. 14.
[36] Lombroso, L´homme criminel, p. 309.
[37] Leps, Apprehending the Criminal, p. 46.
[38] Lombroso, L´homme criminel, pp. 318-319.
[39] Lombroso, L´homme criminel, p. 319.
[40] Horn, The Criminal Body, p. 15.
[41] Horn, The Criminal Body, p. 15.
[42] Leps, Apprehending the Criminal, p. 46.
[43] Alejandra Val Cubero, “La fotografía como legitimadora de la institución familiar, médica, y policial en el siglo XIX”. RIPS. Revista de Investigaciones Políticas y Sociológicas, Vol. 9, No. 1, 2010, p. 105.
[44] Horn, The Criminal Body, pp. 16-17.
[45] Horn, The Criminal Body, pp. 17-18.
[46] María Elena Bitonte, “Huellas. De un modelo epistemológico indicial” en III Jornadas Peirce en Argentina, 2008. [en línea] Disponible en http://www.unav.es/gep/IIIPeirceArgentinaBitonte.html [Consultado el 10/11/2013]
[47] Horn, The Criminal Body, p. 20.
[48] Iván Sánchez-Moreno, “La irreal realidad de lo visto (y previsto). Construcción fotográfica de la identidad y subjetividad en el siglo XIX”, Quaderns-e, No. 16 (1-2), 2011, p. 117.
[49] Michel Foucault, La vida de los hombres infames, Madrid, La Piqueta, 1990, pp. 83-89.
[50] Erving Goffman, Estigma:la identidad deteriorada. Buenos Aires, Amorrortu editores, 1989, p. 15.
[51] Goffman, Estigma, p. 14.
[52] Nuno Madureira, “Policia sin ciencia: la investigación criminal en Portugal: 1880-1936”, Política y sociedad, Vol. 42, (3), 2005, p. 49.
[53] Es un engrosamiento cartilaginoso del borde de la oreja. Es llamado así en honor a Darwin quien lo mencionó como un vestigio compartido en algunos humanos y los monos.
[54] García-Pablos, Criminología, p. 301.
[55]Madureira, “Policia sin ciencia…”, p. 49.
[56] Val, “la fotografía como legitimadora…”, p. 104.
[57] Lombroso, L´homme criminel, p. 476.
 

Bibliografía

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