Jacques Coste
Ayer, Lorenzo Meyer publicó en su cuenta de Twitter: “La 4T se puede definir como un esfuerzo hecho desde el gobierno federal (y algunos estatales) por clausurar algunos de los vasos comunicantes entre el poder económico y el político para intentar aminorar la tendencia (mundial) a la concentración de la riqueza”.
Eso me hizo pensar en cómo se han moderado las esperanzas respecto al gobierno obradorista: de “gesta histórica” pasó a ser un “esfuerzo”.
En medio de esas reflexiones, recordé algunas conversaciones recientes que he sostenido con simpatizantes y militantes del movimiento obradorista: no necesariamente de Morena, pero sí del proyecto del presidente López Obrador. He estado en diálogo constante con ellos desde hace tiempo, mucho antes de que AMLO fuera presidente, y me llama mucho la atención cómo ha cambiado su percepción respecto a lo que representa AMLO.
Antes de que López Obrador llegara al poder y durante los primeros años de su presidencia, sus simpatizantes tenían altísimas esperanzas de su gobierno: AMLO iba a encabezar una gran transformación, un cambio de régimen, y nos guiaría hacia una sociedad más equitativa y justa, hacia un país menos corrupto y más próspero.
Hoy, no. La esperanza no se ha esfumado, pero las expectativas se redujeron. Los obradoristas saben que AMLO ya no culminará el tan ansiado cambio de régimen durante su presidencia. Se quedará a la mitad del camino: demolerá el viejo régimen, pero no construirá el que lo sustituya. Eso será labor de su sucesor.
La palabra que suelen utilizar no es destruir. Utilizan el término “dislocar”. Más específicamente, aseguran que López Obrador “está dislocando el orden político, social, jurídico, económico y cultural”.
No es casualidad que utilicen ese término. Dislocar y destruir son conceptos aparentemente similares, pero en realidad son bien distintos.
Los opositores suelen utilizar el término destruir —ahí está el famoso ensayo “Un gobierno destructor” de Enrique Krauze—, lo que significa “deshacer o reducir a trozos pequeños una cosa”. Cuando se destruye algo, esto queda inutilizado y sobran pocos rastros de él.
Los obradoristas usan el concepto dislocar que quiere decir “sacar algo de su lugar”. La palabra originalmente definía a esa dolorosa y aparatosa lesión de huesos y articulaciones, pero en términos de sociología política querría decir sacar las piezas del statu quo de su lugar, para después rearmar el rompecabezas con una forma y una jerarquía distintas.
Así pues, si se destruye algo, lo que se construye sobre sus ruinas es algo casi totalmente nuevo y desconocido. Si se disloca algo, después hay que reacomodar esas mismas piezas, aunque sea en un orden distinto.
Según los obradoristas, AMLO está haciendo el primer paso de esta operación (dislocar) y quien lo suceda realizará la segunda parte de la operación (rearmar el orden distinto). No lo dicen con esas palabras, por supuesto, pues eso sería aceptar que López Obrador no cumplió su promesa del cambio de régimen, pero sí lo deslizan, lo dan a entender.
Ahora bien, bajo este enfoque, los obradoristas aceptan que hay una racionalidad política, clara y estratégica, en los constantes ataques de AMLO contra tantas instituciones, entes y personas: desde los poderes Legislativo y Judicial hasta los académicos y los intelectuales, desde los partidos políticos y los árbitros electorales hasta los medios de comunicación y los empresarios.
Siguiendo esa lógica, todos esos embates retóricos, en ocasiones acompañados de amenazas legales o fiscales, sirven a ese fin: dislocar el estado de cosas vigente. Las mañaneras son, entonces, un instrumento fundamental para lograr este cometido. La UIF, la FGR y los recortes presupuestarios son otras herramientas útiles para ello.
En ese sentido, llama la atención que los obradoristas no perciben los problemas asociados a esta dislocación —por ejemplo, el desabasto de medicamentos, la inoperancia de muchas instituciones o la deficiente procuración de justicia— como efectos secundarios o daños colaterales en el camino hacia el cambio de régimen, sino como consecuencias de acciones y decisiones deliberadas para desarmar el statu quo.
Piensan que vale la pena atravesar todas esas consecuencias negativas con tal de que después sea posible rearmar el orden de cosas. Dicho de manera simplista: para llegar a la tierra prometida, primero hay que caminar sobre el lodo y caerse unas cuantas veces. Esto debería hacernos reflexionar en torno a varias preguntas.
¿Qué tan injusto es el estado de cosas en México como para que un grupo amplio de ciudadanos esté dispuesto a esperar a que el orden actual se disloque, con tal de edificar uno diferente?
¿Qué tan grandes eran las esperanzas que los obradoristas habían depositado en AMLO como para estar conscientes de que el presidente no alcanzará los objetivos prometidos, e incluso, así lo respaldan incondicionalmente?
¿Qué tan mal perciben el statu quo como para estar dispuestos a tolerar —y hasta apoyar— ataques arbitrarios contra individuos e instituciones con tal de lograr cambiarlo?
Las respuestas a estas preguntas podrían ayudarnos a comprender mejor por qué, pase lo que pase, la aprobación presidencial no baja, por qué AMLO abrió la sucesión presidencial tanto tiempo antes del fin de sexenio y por qué muchos grupos que antes condenaban los actos arbitrarios de las autoridades y defendían los derechos humanos y las libertades individuales ahora callan frente a los embates autoritarios del presidente.