En Potsdamer Platz, punto neurálgico de Berlín (con todo lo que eso conlleva), está arraigado un trozo del muro que dividió al país y al viejo continente: recuerdo de un tiempo trágico que puede rastrearse en diferentes partes de la capital alemana. Pero sobre ese paredón en particular, entre remaches, hierros y cemento, surge la imagen de Rosa Luxemburgo, intelectual internacionalista, cuya vida y obra (y muerte) simbolizan los vaivenes políticos, económicos y sociales de principios del siglo XX; cuestión que para el historiador Eric Hobswan pueden considerarse parte del siglo XIX. Pasado y confi guración, también, de lo que sucedería en ese mismo lugar al poco tiempo, un terror muy característico del siglo XX.
RUSA, POLACA Y ALEMANA
La más joven de cinco hermanos nació el 5 de marzo de 1871 –aunque puede haber sido un año antes– en la pequeña aldea de Zamosc, en Lublin, una región entre Rusia y Polonia, y donde una tercera parte de la población era judía. Aunque era una zona pobre y los judíos estaban forzados a ser el último eslabón en la escala social, el abuelo de Rosa había fundado un próspero negocio de maderas. Su padre, Elías, continuó la actividad y junto con su familia se trasladó a Varsovia con Rosa siendo muy pequeña. Frederik Teman, autor de La historia de Rosa Luxemburgo y su tiempo, la describió así: “Es y será siempre una mujer despierta, inteligente pero no guapa, y de una estatura muy baja. Además, con una cabeza desproporcionadamente grande y una nariz que podría haber servido de modelo para un caricaturista. A su vez, padece una dolencia de cadera que será tratada por los médicos de forma equivocada (como tuberculosis) y le hará cojear durante toda su vida”. La convalecencia –estuvo un año postrada– le sirvió para formarse en Historia y aprender varios idiomas. Por ese entonces, Polonia pugnaba por sobrevivir repartida entre Alemania y Rusia. Y las preparatorias no eran ajenas al conflicto. A los 16 años, mientras estudiaba en un colegio donde se prohibía hablar polaco, se enroló en el movimiento Proletariat, el primer partido marxista de Polonia. Para ellos el nacionalismo no liberaría Polonia, sino la lucha obrera, y recién con ella se prendería la mecha a nivel mundial. Al terminar sus estudios se le negó la medalla de oro a causa de su actividad clandestina. Hasta que llegó 1889. En ese año Rosa participó de la creación del sindicato “Federación de Trabajadores Polacos”, que entre sus primeras medidas convocó a una huelga; nada presagiaba su cruento final: todo acabó en una masacre de 46 obreros asesinados por la guardia zarista. La persecución política la obligó a abandonar el país y cruzar la frontera clandestinamente hasta Zurich.
UN NUEVO COMIENZO
Su pasado pasó a ser presente. Rosa se refugió en Zurich, un hervidero de revolucionarios de todas partes del mundo, y se enroló en la única universidad que admitía hombres y mujeres. Aunque estudió Matemática, Filosofía, Economía y Derecho Público, lo que le sirvió fue la discusión teórica de ciertos temas: darwinismo, emancipación femenina y, por supuesto, marxismo. Además conoció a Leo Jogiches, como ella marxista, judío y polaco (de origen lituano), que sería su compañero para el resto de sus días. La correspondencia entre ambos da señales de una joven absorbida por la formación política, pero que a su vez podía recriminarle a su pareja la falta de afecto por referirse en las misivas sólo a “la causa”. Para los historiadores, la relación también se resintió por los inconfesados celos de Leo. Rosa se ganaba con facilidad un lugar como una lúcida analista de la teoría y la práctica de los movimientos de izquierda en un medio eminentemente masculino. Intelectualmente, avanzaba muy rápido. En ese panorama, dentro de la socialdemocracia europea en general, y la polaca en particular, convivían tendencias de todos los colores. Mientras los reformistas se consolidaban y crecían, y con ellos las ideas de unión nacional, Luxemburgo escribió en 1899 ¿Reforma social o revolución?, una de sus obras fundamentales en la que, paralelamente a Vladimir Lenin, adscribe por la segunda opción. Por su triple condición de mujer, judía y extranjera, los problemas le persiguieron dentro de su propio partido. “Existen fundamentalmente dos tipos de seres vivos: los vertebrados que gracias a eso pueden andar y, en ocasiones, correr; y los invertebrados que solamente pueden reptar y vivir como parásitos”, replicó a quienes la censuraron en una polémica. Un año antes se había casado con Gustav Lübeck, pero no había sido por amor ni siquiera por fi liación política. Su idea era vivir en Alemania, centro del movimiento obrero internacional, y donde podría afiliarse al SPD, el mayor partido socialdemócrata de Europa. Pero como ciudadana del Imperio Ruso corría el riesgo de ser extraditada. El propio Leo Jogiches le organizó ese matrimonio. Se casaron en Basilea, en abril de 1898, y se separaron de inmediato. Igualmente, con Leo la relación se iba tornando insostenible: él no quería tener una familia y ella fantaseaba con la idea de convertirse en madre. Para mediados de la primera década ambos llegaron a tener varios affaires, e incluso Rosa mantuvo una relación con Costia, hijo de una amiga suya. Hasta lo alojó en su departamento berlinés y leyeron juntos a Tolstoi, Kant y Balzac, pero en una carta le advirtió: “La lucha partidaria no es para alguien de tu carácter. Es una vida que exige suprimir todo lo que hay de bueno y noble en el hombre”.
CARCELES, GUERRAS E IDEALES
Asentada en Berlín, Rosa se transformó en una de las periodistas más leídas del Neue Zeit, el influyente periódico dirigido por Kart Kautsky. Con la familia del dirigente, ella forjó una relación íntima, pero la discusión política derivó en un conflicto insalvable. Pese a ser una dirigente política reconocida a nivel internacional, o justamente por ello, sus artículos y conferencias le costaron una condena por incitación a la violencia e insultar al Kaiser en Alemania (“No tiene ni idea de cómo viven los obreros”, le recriminó). A partir de allí inició un sostenido tour por prisiones alemanas y polacas. El sismo de lo acontecido en Rusia de 1905 se volvió parte central de sus estudios: tras salir de la cárcel, se embarcó en giras por Polonia (allí fue nuevamente detenida), Finlandia e Inglaterra, donde se entrevistó con Lenin. A la vuelta a Alemania se dedicó a la docencia. Dio clases sobre marxismo y economía en el centro de formación del SPD en Berlín. De hecho, uno de sus alumnos fue Friedrich Ebert, más tarde el primer presidente de la República de Weimar. En 1912, siendo representante del SPD, viajó a París a los congresos socialistas europeos. Ella y el francés Jean Jaurès propusieron que en el caso de que se declare una guerra en Europa, algo que parecía inevitable en ese contexto, los partidos debían declarar una huelga general. Cuando el polvorín estalló en Sarajevo, tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, Luxemburgo organizó varias manifestaciones llamando a la objeción de conciencia en el servicio militar y a no obedecer las órdenes. Por ello fue acusada de “incitar a la desobediencia contra la ley y el orden de las autoridades”. La campaña en su contra no sólo arreció en los medios más reaccionarios, sino también en las propias filas del SPD. Se preparaba la Primera Guerra Mundial y Luxemburgo era presentada por la prensa como “la polaca sanguinaria”. La sentenciaron a un año de prisión. En 1913 se editó La acumulación de capital, su obra teórica más importante y uno de los análisis clave del capitalismo moderno que, una vez más, suscitó una crítica feroz desde su partido, a los que ella respondió con su Anticrítica.
LA GUERRA, LA PAZ Y EL FINAL CONTINUO
En plena guerra, con Alemania viviendo una ola de chauvinismo inusitado, Luxemburgo decidió formar una facción dentro del Partido Socialdemócrata opuesta a la guerra, tomando su nombre de Espartaco, jefe de la rebelión de los esclavos romanos. Junto con Kart Liebknecht, un dirigente fundamental en esta etapa de su vida, y los espartaquistas convocaron a la primera manifestación contra la guerra el 1º de mayo de 1916 en Berlín. Al poco tiempo fue detenida otra vez. Esta vez, Rosa no tuvo juicio y fue indefinidamente trasladada de una cárcel a otra. En esa situación llegó el eco de la revolución rusa. Apoyó a los bolcheviques aunque advirtió: “La revolución proletaria no necesita el terror y abomina el asesinato”. Mientras tanto, en las calles la euforia inicial dio lugar al cansancio, al descontento y se promovieron manifestaciones de todo tipo. La Marina se amotinó y se produjo una huelga general. El Kaiser abdicó, el gobierno dimitió y la socialdemocracia llegó al poder. Desde la clandestinidad, Liebknecht proclamó la República socialista. Algunas cárceles fueron asaltadas: su viejo compañero Leo Jogiches fue liberado por los obreros a punta de bayoneta; y también Luxemburgo, quien salió de su reclusión en noviembre de 1818. A ella y a sus compañeros le quedaban sólo dos meses de vida. A todo esto, el estado de salud de Luxemburgo se había agravado notablemente: “Espero morir en mi puesto, en una batalla callejera o en una prisión”, escribió por esos días. Y así sería. Los espartaquistas asaltaron tres periódicos y en sus rotativas editaron el diario Bandera Roja, con Luxemburgo como redactora- jefe. La idea era una e inclaudicable: realizar la revolución en Alemania. Sin embargo, en lugar de lanzarse al asalto del poder, se plegaron a las próximas elecciones y crearon el KPD, el primer Partido Comunista de Alemania. El 6 de enero de 1919 los espartaquistas se movilizaron, un hecho que sería conocido luego como “La Comuna de Berlín”. Fueron barridos por ex oficiales convocados por el gobierno. Rosa Luxemburgo estuvo en medio de las balas, pero sin combatir. De hecho, discutió con Karl Liebknecht sobre los métodos. Su idea era agitar a todos los obreros a través de la huelga, no llevar a la muerte a unos pocos y mal preparados militantes. El gobierno entonces diseñó el plan para acabar con la insurrección, señalando a Luxemburgo y los suyos como responsables. El 15 de enero fueron detenidos Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Los llevaron al hotel Edén de Berlín. En la carretera hacia la cárcel de Moabit, asesinaron a Leibknecht. A Luxemburgo la sacaron de su habitación poco después y le partieron el cráneo de dos culatazos. Dentro de un vehículo le propinaron un tercer golpe en la cabeza con un fusil; un teniente le dio el tiro de gracia. Su cadáver fue arrojado a las aguas del canal Landwehrkanal y recién lo encontraron varias semanas después. Pocas horas antes había escrito advirtiendo al gobierno: “¡El orden reina en Berlín! ¡Estúpidos secuaces! Su `orden´ está construido sobre la arena. Mañana la revolución se levantará vibrante y anunciará con su fanfarria, para su terror: ¡Yo fui, yo soy y yo seré!”. Aunque esa revolución no sería la que Luxemburgo esperaba.
EN SUS PROPIAS PALABRAS
La libertad como la entienden los partidarios del gobierno –sólo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean– no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente. La socialdemocracia es la guardia de avanzada de los trabajadores, una pequeña parte del total de ellos, sangre de su sangre y carne de su carne. Aquellos que no se mueven no perciben sus cadenas.
LO QUE RESTA DEL DIA
Con el paso de los años, su figura fue variando, dependiendo el origen de la mirada: una revolucionaria profesional, una lúcida teórica, una heroína mítica con quien la muerte fue demasiado prepotente, una agitadora de su presente. No por nada en la convulsionada década del 60, los estudiantes de Colonia pintaban en las paredes de las universidades “Rosa Luxemburg Universität”. Una peligrosa mujer que no adscribía al marxismo como tótem. No por nada en 1931 Stalin se pronunció en contra de sus escritos y dejaron de ser publicados en la Unión Soviética durante más de 20 años. Una mártir de los trabajadores. No por nada miles de personas se reúnen cada año en Berlín para conmemorar su asesinato cerca de la Potsdamer Platz. Por su parte, Simone de Beauvoir, otra escultora de nuevos caminos, también la recordó: “Solamente cuando las mujeres comienzan a sentirse en su casa sobre esta tierra, vemos aparecer una Rosa Luxemburgo, una Madame Curie. Demuestran con brillantez que no es la inferioridad de las mujeres lo que determina su insignificancia histórica: su insignificancia histórica las condena a la inferioridad”.