Por Ernesto de la Cueva/ Ciudad de México
Todo comenzó con “La llorona”.
El sonido de la marimba se colaba por la ventana de mi estudio una vez al mes y yo lo recibía con agrado. Si estaba yo escuchando música, la detenía. Si estaba en una videoconferencia, hacía mención de lo lindo que era escuchar una marimba mientras trabajaba. Si no estaba haciendo nada, me asomaba a la ventana. En todo caso, arrojaba una moneda o un billete.
La pandemia hacía que los músicos salieran a la calle con cubrebocas. Tres integrantes de la familia Fernández: el abuelo, el padre y la hija, recorrían a diario las calles de la ciudad llevando música. Ellos tocaban el xilófono y ella el timbre de las casas y recibía las monedas que le arrojaban desde las ventanas.
Cada día salían de su casa y paseaban su mesa por alguna de las colonias clasemedieras tocando cada esquina. De vez en cuando, un auto se detenía y una familia pedía Las Mañanitas para la abuelita que estaba de cumpleaños. Otras, una pareja encerrada desde una ventana, les pedía La Sandunga.
Más entrada la cuarentena, las visitas se hicieron menos esporádicas. Primero cada dos semanas. Después cada semana.
—Ya solo venimos a los lugares en los que nos dan más dinero —me contó Jacinto, el abuelo, en una pausa que hicieron para tomar un refresco.
Dijo que normalmente tocaban en restoranes.
—Es la vida del músico ambulante. Buscamos fondas, cantinas, restaurantes que nos permitan tocar para los clientes. Cantamos unas dos o tres canciones, recibimos propina y nos vamos al negocio que sigue.
Pero desde que la cuarentena cayó y cerraron los locales de comida, perdieron su público. “Y como nosotros, todos los músicos ambulantes”.
En el chat de la comunidad, el whats’ de la colonia, gritos solidarios –y cursis– de los vecinos se escriben: “Apoyemos a los marimberos, ese sonido hermoso nos alegra la cuarentena”; “¡Qué hermoso es el sonido de ese instrumento! ¿Alguien sabe cómo se llama?”.
Pero el mito de que en mi colonia “sí apoyan al arte”, como me dijo Jacinto, se extendió. Poco a poco fuimos escuchando distintos ritmos nuevos que no habían llegado a la colonia: un saxofonista desafinado, un violinista estridente, un trompetista clásico y hasta un cantante con su guitarra comenzaron a aparecer
* * *
Al poco tiempo nuestra colonia se convirtió en el centro de la expresión musical. La marimba tuvo que hacer espacio a producciones más complejas. Cada martes, alrededor de las cinco de la tarde, seis músicos toman posición en mi calle. Tres por acera. Tres vientos y dos metales acompañan a una potente bocina que lleva el compás con un sintetizador. Nos deleitan con las piezas más cursis de la música clásica: Desde Danubio azul hasta Para Elisa.
El sonido es estridente. Una chica regordeta, vestida con un escote pronunciado, es la encargada de tocar los timbres y pedir dinero. Tiene prisa y no le importa molestar. Se niega a contestar a mis preguntas y remata con un “si no le gusta, cierre su ventana”.
Detrás de ellos viene un trío. Viejos conocidos del barrio, y a cambio de un billete y unas cervezas, ellos responden ansiosos:
—Ya estamos organizados.
Asombrado, le pregunto más y me entero de que, tras un par de peleas, músicos callejeros establecieron calendarios para tocar en las calles. Deben reportarse todos los días en una fonda y esperar su momento de salida. El trazo de las rutas, que ya estaban establecidas, responde a cuáles eran las calles, edificios y manzanas que dan más dinero.
A lo lejos escucho el sonido de un cilindrero, el peor de todos. El trío apura la cerveza para no perder su lugar y se va a su nueva posición, a dos cuadras de distancia. El organillista se ubica en el punto marcado y comienza a girar la manivela. Su compañero, con su uniforme caqui, me extiende el quepí con una sonrisa. Arrojo una moneda y le pido que confirme la historia del trío. Y lo hace.
—Para tocar en esta ruta hay que participar con un dinero para el representante. Pero hay otras rutas que cuestan menos —me dice mientras toca los timbres de los vecinos. Explica que una ruta triple A le cuesta 300 pesos al músico o 500 al conjunto. Una B cuesta 200, y una C, 100.
—En todo caso hay que pagarle ya que nos garantiza que no habrá nadie más tocando a dos cuadras de distancia y, sobre todo, a defendernos si algún vecino se queja por la música que hacemos.
Gracias a él me enteré que mi edificio está en una ruta triple A, que hay un derecho constitucional a que toquen en la calle “que se llama libertad de expresión” y que su representante no puede ser molestado por nadie.
La organización musical de mi colonia tiene a 29 músicos-conjuntos que tocan todos los días a toda hora. La alcaldía niega tener conocimiento de organización de músicos callejeros y la policía me dice que no hay manera de hacerlos callar. Que están en su derecho y que no molestan a nadie, “y hasta alegran el día”.
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En el whats’ ya nadie dice que les den dinero o que los apoyen. Pero nadie habla tampoco de lo contrario. Todos escuchamos el paso de los músicos desde nuestras casas sin asomarnos, sin mover las cortinas porque sabrán que estamos aquí y que no queremos darles más dinero. Ellos, en venganza, tocan y tocan las mismas canciones una y otra vez.
De la familia Fernández no hemos vuelto a saber. Quizás encontraron rumbos mejores en otra colonia o tal vez la organización los aplastó y desterró de estos rumbos. Quién sabe, tal vez algún día sabremos qué les pasó, cuando las cosas regresen a la normalidad, cuando los cafés abran y los músicos dejen de rondar las colonias como la mía en busca de un sustento que ya no estamos dispuestos a darles.
O quizá termine cambiando mis ventanas…