Por Eduardo Pérez Arroyo
Morelia, Michoacán.- Eran los tiempos en que casi una veintena de los estados de la noble República —Campeche, Chiapas, Ciudad de México, Durango, Estado de México, Guanajuato, Guerrero, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nayarit, Oaxaca, Puebla, Querétaro, Quintana Roo, San Luis Potosí, Tabasco, Tlaxcala, Veracruz, Yucatán y Zacatecas— se pintaban de amarillo.
Y en Morelia eran los tiempos del Tivoli, ubicado a un costado del edificio que entonces albergaba a la Penitenciaría del Estado y uno de los pocos lugares en donde podían divertirse los mocosos. Fieles a sus costumbres, los franceses jugaban a los bolos en medio de la música que expedía un quiosco estratégicamente situado.
Eran los tiempos de embarcarse en el lago del Parque Juárez, de la escalera monumental que subía a Santa María y de acudir cada fin de semana a comprar las jícamas y cañas que se cultivaban en la zona del molino de Parras.
Eran tiempos de las Lunetas de 25 centavos, las Preferencias de 15 y las Galerías de 10 en el Cine Hidalgo, en donde una regia banda de piano, batería y violín amenizaba la proyección de las películas —mudas entonces—. Eran tiempos de las peleas de box o lucha libre en el cine El Universal, ubicado al frente de donde ahora está el Hotel Presidente. Eran los tiempos del cine Paris, más tarde derribado para construir en su lugar el Rex, mucho más sofisticado en tecnología cinematográfica.
Había serenatas dominicales en la Plaza de Armas, con música de la banda Municipal a la que se sumaban otras foráneas durante las fiestas de noviembre. La del maestro Miguel Lerdo de Tejada llegó a ser un clásico y era de las favoritas de la concurrencia. Al compás de la música, las mujeres jóvenes transitaban al lado de adentro del jardín de la plaza y los hombres por fuera, portando en la mano un clavel para regalárselo a su amada durante el breve instante en que se encontraban: la aceptación del regalo podía significar el inicio de largas historias.
También eran tiempos de divisiones claras: al centro, por la vereda, las clases más pudientes. Afuera, por la calle, los pobres.
Había funciones escolares de títeres a manos de la compañía Rosete-Aranda, posadas que se iniciaban con la Petición, rezos, paseo de los Peregrinos y reparto de Aguinaldos. Había celebración de la Cuaresma, de los Gallos o Serenatas que se llevaban a las novias, charamuscas que se pedían a las amistades, quemas de Judas en los sábados de Gloria y paseos a la Loma de Santa María de Asunción.
También eran tiempos de divisiones claras: al centro, por la vereda, las clases más pudientes. Afuera, por la calle, los pobres.
Eran tiempos de cascarones de huevos pintados durante la época de carnaval, el papel picado y los toritos de petate, orgullo de cada barrio que se preciara.
Y era también el tiempo de los muertos:
desde siempre en la ciudad, cada noviembre los del otro mundo salían a este para convivir codo a codo.
Los viejos días de muertos
La tradición del Día de Muertos servía para alegrar el camino o la estancia de los que se fueron. La ceremonia era una fiesta esperada todo el año, y como fiesta debía ser tratada.
Los vivos no verían a los muertos, pero podrían sentirse mutuamente y la familia reunida debía estar alegre. Desde el Mictlán, residencia de las almas que dejaban la vida terrenal, los antiguos parientes y amigos volvían a visitar a los suyos.
Había que, por lo menos, igualar la fiesta permanente en que vivían los muertos del inframundo.
La ceremonia era una fiesta esperada todo el año, y como fiesta debía ser tratada.
Para armar la fiesta los morelianos echaban mano a todos sus recursos. Como hoy sucede en los pueblos del interior, desde días antes familias enteras partían al cementerio a limpiar las tumbas de sus deudos, poner fotografías familiares, instalar el altar y encender velitas para alumbrar el camino. Como sucede hoy en los pueblos, en la capilla del panteón las misas duraban todo el día, algunos llevaban sus comidas y sobre las tumbas compartían lo que hubiera con los que partieron antes.
Había calaveras coloradas y coronitas artísticas para adornarlas. Los ataúdes de azúcar eran asunto irremplazable para los más fieles a la tradición. Las procesiones de papel lustre abundaban, simulando frailes con una cabecita de garbanzo y una gorra que cargaban al recién fallecido instalado plácidamente al interior de un ataúd de papel de color negro.
Desde siempre los muertos vistieron de charros o adelitas, de músicos o de pistoleros. Había que verse bien. En las cocinas el fuego ponía a punto partidas enteras de pan de huevo en forma de cuerpo humano, adornado con azúcar de colores. Piezas de pan dulce redondas con adornos blancos simulaban huesos humanos.
Las cosas que quedan
Algunas de esas antiguas costumbres subsisten hasta hoy. Todavía, en las casas más viejas, se cuentan las leyendas del hombre que no puso ofrenda, del que no respetó el Día de Difuntos, del que no creía en los Santos.
Otras, como las corridas, se perdieron para siempre. Las dimensiones de la antigua Plaza de Toros —redondel de cincuenta metros de diámetro elaborada exclusivamente de cantera— y la ausencia de un callejón que los protegiera del peligro hacía temer a toreros aficionados y profesionales. Muchos taurinos aun recuerdan que en 1929 un toro de la entonces acreditada ganadería de Queréndaro había dado muerte al matador Esteban García.
Y los tiempos no son los mismos. La fiesta de Todos los Santos, incorporada y explotada hasta el cansancio en los planes turísticos del estado y los municipios, implica una oportunidad única de apreciar el rito a la muerte propio de la identidad cultural de las comunidades indígenas. Pero implica también el conflicto inherente a la explotación mercantil inmoderada del patrimonio tangible e intangible, en medio de una completa falta de directrices para lograr el manejo razonable de la festividad y la protección de los espacios patrimoniales tangibles que acogen el ritual.
Muchos taurinos aun recuerdan que en 1929 un toro de la entonces acreditada ganadería de Queréndaro había dado muerte al matador Esteban García.
Hoy, además, la ciudad es otra: pocas de esas tradiciones primigenias quedan.
Las lunetas del Cine Hidalgo se fueron para siempre. La antigua plaza de toros, de cantera y sin callejón de salida, despareció. Las misas de la capilla del panteón están en franca retirada. Los dulces de muerto existen cada vez menos en las cocinas y más en las tiendas comerciales. Las funciones de títeres ya no congregan a sus fanáticos como antes.
Frente a todo, algunas cosas permanecen.
Cada 2 de noviembre los muertos reviven para salir al mundo.