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#OPINIÓN // Ayotzinapa y la podredumbre del régimen

Por Jacques Coste

La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa no es un caso aislado. Por el contrario, es ilustrativo de la podredumbre de nuestro sistema político y de procuración de justicia. No me refiero solamente al atroz crimen del que fueron víctimas los 43, sino también al desastroso manejo de la investigación del caso por los gobiernos de Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador.

En otras palabras: el caso Ayotzinapa es trágico en sí mismo, pero es aún más desgarrador debido a que arroja luz sobre diversos males estructurales de nuestro sistema político. No es una historia de terror única, producto de la casualidad. Más bien, es un síntoma y una clara manifestación de la podredumbre de nuestro régimen político.

Por principio de cuentas, se trata de un caso representativo debido a que la desaparición y la desaparición forzada de personas son males sistémicos de México. Ambos delitos se producen con una frecuencia espeluznante en nuestro país: tanto así que, según cifras oficiales, hay alrededor de 100 mil personas desaparecidas en territorio nacional. Algunos especialistas en la materia sostienen que es posible que la cifra sea aún mayor.

En las pesquisas para determinar el paradero de los 43 de Ayotzinapa, se han encontrado varias fosas comunes y decenas de restos humanos de otras personas desaparecidas. Eso, en sí mismo, muestra que casos como el de Iguala son moneda corriente en México.

Esto nos conduce al segundo motivo por el que estamos frente a un caso simbólico, mas no aislado: la impunidad. ¿Por qué es posible que haya decenas de miles de desaparecidos en México? Por el mismo motivo por el cual hay decenas de asesinatos al día en nuestro país: porque los criminales pueden delinquir sin enfrentar el peso de la ley. Según México Evalúa, el índice de impunidad actual es de 95%.

En tercer lugar, Ayotzinapa es un caso representativo debido a la manera en que se cometió el delito. Los normalistas fueron desaparecidos con la participación activa o pasiva del crimen organizado, elementos de la policía municipal de Iguala y de Cocula, mandos militares, cuadros políticos locales y, quizá, otras autoridades estatales y federales.

Este rasgo no es único de la desaparición de los 43. ¿Cuántas historias no escuchamos cada semana de grupos criminales que operan bajo la protección de las policías municipales en diversas regiones del país? ¿Acaso la violencia, las desapariciones y los homicidios no han aumentado desde que el Ejército está en las calles combatiendo al crimen organizado? ¿Es raro que organizaciones delictivas actúen bajo la mirada cómplice de las autoridades federales?

Fernando Escalante y otros académicos han insistido mucho en este punto. Basta de pensar en la violencia mexicana de forma unidimensional: el crimen organizado rompiendo la ley y desafiando al orden establecido, por un lado, y el Estado respondiendo mediante la violencia armada, por el otro. Las cosas son más complejas que eso. Ayotzinapa es muestra de las complicadas relaciones entre el gobierno federal, los gobiernos estatales, los municipios, las bandas delictivas, el Ejército y otros poderes informales en torno a la violencia. Todo esto hace difícil delinear con claridad los límites y las responsabilidades de cada parte.

Ayotzinapa también arroja luz sobre la podredumbre de nuestro régimen por la politización y el uso selectivo del aparato de procuración de justicia. Ésta es una continuidad de nuestra historia política. Pasan los años y pasan los gobiernos, pero la justicia politizada persiste.

En un primer momento, el gobierno de Peña Nieto obstaculizó la investigación del caso por parte de instancias internacionales, como el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). Al mismo tiempo, construyó la famosa “verdad histórica”. No conforme con esto, la entonces Procuraduría General de la República (PGR) manipuló las evidencias y obtuvo testimonios mediante tortura para validarla.

Es decir, la investigación del caso se rigió por motivaciones políticas, no por criterios jurídicos o criminalísticos. El actuar del entonces procurador general Jesús Murillo Karam respondió a las directrices políticas del presidente Peña Nieto.

Sin embargo, el gobierno de López Obrador no se quedó atrás. Desde su campaña, AMLO se dedicó a lucrar políticamente con la indignación social que produjo este caso. Prometió esclarecerlo, tarea casi imposible de cumplir debido a lo sucia y enredada que fue la investigación de la Procuraduría peñista.

La Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia en el caso Ayotzinapa fue sólo un acto simbólico para demostrar que, supuestamente, este gobierno era diferente. Alejandro Encinas generó expectativas desmedidas e irresponsables con esta investigación, con tal de seguir alargando el cuento de que este gobierno está comprometido con los derechos humanos y el movimiento de familiares de personas desaparecidas.

Hoy, Murillo Karam se encuentra en prisión preventiva. Desde ahora lo adelanto: no habrá una investigación y una persecución judicial sistémica, para acabar con los factores estructurales que permitieron un caso como el de los 43. Lejos de eso, el gobierno seguirá lucrando políticamente con el caso para reforzar su cada vez menos creíble lema de “no somos iguales”.

Con todo, la situación no deja de ser irónica. El procurador que ensució la investigación de Ayotzinapa con un manejo político del caso señala que es víctima del uso faccioso de la justicia. El PRI, el partido que intencionalmente obstaculizó el esclarecimiento del caso, denuncia que el gobierno de Morena está utilizando políticamente el mismo caso a su favor.

Y entre el lodazal, a nadie le interesa genuinamente resolver el caso: la podredumbre del régimen en todo su esplendor.

Las opiniones emitidas por los colaboradores de Metapolítica son responsabilidad de quien las escribe y no representan una posición editorial de este medio.

Jacques Coste. Consultor político, ensayista e historiador. Twitter: @jacquescoste94




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